Bajo el lema, presuntamente ingenioso
y humorístico, de “Practiquemos la CUIDAdanía,
el Gobierno ha lanzado una campaña para prevenirnos de esta extraña pandemia.
El propósito de la tal campaña es integrar a los “ciudadanos responsables y con
conciencia social”, en su lucha denodada contra “los perejiles e ignorantes” (sic)
que osan poner en duda, ya no el real alcance de la peste sino, y sobre todo, el
de las medidas que se vienen tomando para combatirla. Medidas que, como todos
sabemos empíricamente, han probado con amargas creces y espantosos efectos, la
validez de dos dichos populares; que es
peor el remedio que la enfermedad; y que no se puede rescatar a quien se
está ahogando con un salvavidas de plomo.
Porque la verdad entera y completa sea dicha; si no
hubiera, como hay, un cúmulo atendible de razones científicas para cuestionar
tanto la etiología, como la naturaleza y los frutos del llamado coronavirus, es
innegable por evidente, que hay sí un cúmulo inmenso de testimonios del
estropicio descomunal que están provocando las políticas estatales
pretendidamente sanitarias. Y decimos estropicio descomunal en homenaje a la
síntesis, que a abundantoso análisis daría lugar tamaña atrocidad a la vista.
Pero volvamos a la publicidad precitada. La base de la
misma es un sofisma que, en lógica, se conoce como “la falacia de pensamiento
de grupo”. Consiste la misma en hacerle sentir orgullo a una persona por
pertenecer a determinado sector, emparentado generalmente con alguna ideología.
Tal “orgullo” lo habilita a priori y necesariamente a posicionarse en el bando
de los despabilados y progresistas, quedando el resto descartado por
negacionista, conspirativista, antiderechos, o cualquier voltereta semántica
que se les ocurra. Maldito ardid sobre el cual se han expedido personajes
insospechados de incorrección política, como el sociólogo Floy H. Allport, ya
en 1923, desde The American Journal of
Sociology.
El “orgullo” de marras en este caso se retrata a través
de dos ejemplos, uno de los cuales cobra significación especial para los
argentinos. “Orgulloso de llevar mi barbijo”, dice una caripela anónima
embozalada hasta los ojos. Y “orgulloso de no compartir mi mate”, regüelda otro
infeliz manojo de soma, a quien se le ven apenas ciertos rasgos, otrora
compatibles con lo que se llamaba frente. Se podían haber buscado otros
términos más apacibles o afables. Por ejemplo: colaboro llevando el barbijo. Me aguanto el tapabocas por prevención.
Lamento no poder compartite el mate, etc, etc. Pero no; el sofisma reclama
imperativamente la apelación al orgullo de la neonormalidad contra natura.
Porque ese es el objetivo de fondo de la tiranía: abolir la normalidad e
instaurar ya no su perversa contraria sino además la altivez y las ínfulas por
perpetrar tamaña acometida. Fue el modus operandi de los sodomitas, que siguen
“marchando” convencidos de que su vicio nefando les otorga un descuello tan
especial que deben hacerlo público. Lejos todos, ¡ay!, del consejo del cura
Castellani a los tanguistas: “¡vaya hombre, está bien que sea cornudo; pero no
lo ande cantando!”
Según la ilogicidad de este sofisma arrojado por el poder
político, el número de situaciones de “orgullo” deberían multiplicarse, y en
ningún caso se estaría faltando a la verdad. Orgulloso de abandonar a mis
padres en el hospital.Orgulloso de que me entreguen sus cenizas en una bolsa de
residuos. Orgulloso de no poder velar a mis seres queridos. Orgulloso de
obligar a mis hijitos a no abrazar a sus amigos ni a compartir sus juguetes.
Orgulloso de aislarme en una burbuja. Orgulloso de que me prohíban celebrar las
fiestas de guardar; Orgulloso de que verifiquen mi salud con un estatizado y
promiscuo tacto rectal; y la tristísima nómina sería interminable.
A los sofistas que orquestaron esta campaña vejatoria, en
la que el vilipendio es el propósito y el cretinismo el instrumento, no les
importa otra cosa que no sea doblegarnos colectivamente para ser protagonistas
–también orgullosos- de ese programa
endemoniado de reingeniería social que se ha dado en llamar “El Gran Reinicio”.
Lo dijo desfachatada y literalmente Alberto Fernández, el pasado 29 de enero,
en su Discurso ante el Foro de Davos. La meta gubernamental es “avanzar en el
Gran Reinicio que tanto pregona Klaus Schwab”; o sea el Foro Económico Mundial,
del que el payo Schwab es presidente, junto con el Príncipe Carlos de
Inglaterra, que co-lanzó la propuesta en mayo de 2020, cabe la suntuosa
oligarquía financiera de los países más poderosos del mundo.
Que sepamos y hasta hoy, los compañeros que combaten al
capital (para lo cual lo acaparan como medida precautoria, claro), no le han
dicho a Fernandezullón que lo que ha
hecho se llama bruta dependencia al Imperialismo, ante el cual se suponía sólo
podía tener lugar la liberación y la lucha armada. No le ha dicho nada Kicillof,
natural de Stalintrópolis; ni Máximo, hijo de Bisojo y Jaca, ni Cafiero el de
las liendres al viento, ni Trotta, el de la tremolante memez, ni Zaffaroni, de
broncínea bujarronería. Todos a una callaron ante esta descomunal declaración
de sometimiento a la poderosa intromisión imperialista. Sólo resta esperar un
motu proprio bergogliano, titulado crípticamente: “Abbassiamo le
nostre mutande”.
Hace rato que
las cartas están echadas sobre la mesa. Pero tras el Foro de Davos y el nada
imaginario próximo paso, cual sería adherir también a la Agenda 2030, nos urge
reaccionar con los mejores medios de los que dispongamos. Hoy –contrariando una
veintena de estudios académicos y científicos de primer nivel[1]-
nos dicen que si no cubrimos bocas, manos y narices con mascarillas y guantes,
incurrimos en delito de lesa covididad. Mañana nos dirán que los oídos y los
ojos son otros tantos factores de contagio y deberemos andar ciegos y sordos.
A la inicua
campaña del “Practicá la CUIDAdanía”, opongámonos con una activa y nunca
desmayada campaña de la práctica de la cordura, de la caridad, del sentido
común, de las obras de misericordia, de la normalidad. Sintámonos orgullosos de
confiar en Dios, de ser virtuosamente prudentes, de saber cuáles son los
límites entre el legítimo y necesario recaudo médico y el pánico colectivo. De
saber cuál es la frontera que separa el respeto ante la enfermedad de la
pusilanimidad mórbida. Sintámonos orgullosos de inspirar en el prójimo y en
nosotros mismos un sentido de la responsabilidad terrena que no ahogue el leal
abandono a la Divina Providencia. El mayor factor de riesgo que tenemos no es
contagiranos, enfermar y morir. Que por supuesto, podemos padecer nosotros o
nuestros seres queridos. Sino vivir como cobayos, arrasados por el despotismo
pseudosanitarista que nos mata las almas antes que los cuerpos.
Tomo y doy ahora
un consejo que me diera hace unos años don Enrique Prevedel:¡Seamos criollos!
Sí; lo seamos. El que tenga su mate, salga a la plaza más cercana, la cara
limpia al sol, la palma al cielo, y júntese con los amigos a cebarles mates y
Padrenuestros hasta el alba. Será nuestro toque de queda. Nuestro sencilla
triunfo, prefiguración de la grande y postrimera victoria que se consumará
cuando Él regrese. ¡Cristo Vence!
Antonio Caponnetto
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