En este aquí y en este ahora, el último César de
Italia, Benito Mussolini, nos llega por el camino del sentimiento. Y lo hace
cuando el próximo 29 de julio se cumplan 125 años de su natalicio y el 28, de
estos días de abril que se desgranan, 63 de su vil asesinato. Violento tránsito
hacia la inmortalidad porque, como el primer César –el que no llegó a Augusto-,
también encontró en su camino a los Grandis, Cianos y Badoglios, Brutos
parricidas que ya peinaban canas de políticos.
Pero veamos los primeros decenios de la XX centuria.
El significado más hondo con que apareció Mussolini en la política italiana y
mundial fue la necesidad de enlazar los quehaceres urgentes de la
reconstrucción patria con la impostergable revolución.
Décadas de ruptura del tejido social por el
liberalismo y el marxi-nihilismo hacían necesaria la intervención quirúrgica
para el fortalecimiento del Estado y su restauración con la concepción
cristiana del Corporativismo Participativo.
A este respecto señala el Padre Ennio Innocenti en su
exhaustivo estudio titulado “La Conversión Religiosa de Mussolini”
(Buenos Aires, Santiago Apóstol, 2006): “Alguno difunde el equívoco de que la
política social de Mussolini derivó de su matriz revolucionaria socialista, la cual
ciertamente no tiene ninguna inspiración religiosa y mucho menos católica. Se
desatiende así la oportuna referencia que Mussolini señaló en la romanidad
(donde la originaria concepción corporativa adquirió dignidad política). Se
olvida también la actualización de la concepción corporativa que en tiempos de
Mussolini había acreditado Giorgio Toniolo con el favor de la Santa Sede. Se
pasa por alto además la certera referencia a la inspiración cristiana probada
por la experiencia corporativa política de las comunas medievales [...]”
He aquí, pues, los principios inspiradores de lo que
Innocenti titula con justicia la “benemérita
política social mussoliniana”, consecuencia a su vez del plan de “hacer realidad el Estado Participativo”.
Éste se perfeccionó incorporando aspectos
fundamentales de la Doctrina Social Católica al entrar el Corporativismo en las
empresas “elevando al trabajador a participante de la gestión, en la propiedad y
por consecuencia en los resultados económicos de la gestión”.
Durante la República Social Italiana proclamada por
Mussolini en setiembre de 1943, luego de la traición de un rey “pequeño de
cuerpo y de alma”, se acentuaron los aspectos corporativos con la
complementación orgánica de las ideas de propiedad y de sociedad. Esas Leyes
Fundamentales que se conocen como de Socialización, pero que son la antítesis
del marxismo, mero capitalismo de Estado tan brutal como el liberal que suele
devenir en salvaje.
A este respecto el citado Don Ennio Innocenti califica
las disposiciones del Duce de estar en perfecta armonía con el pensamiento de
la Iglesia siempre radicalmente adversa tanto al capitalismo liberal como al
socialista. Corrían por entonces los llamados “seiscientos días de Mussolini”,
que son una prueba de su grandeza de espíritu.
En esto no tenemos más que ceñirnos a sus memorias en
las que traza un proyecto completo de restauración social que podríamos llamar
–con palabras joseantonianas- la Revolución Nacional Sindicalista.
Merece párrafo aparte y subrayado la política religiosa.
Advenido al Poder en el año 1922 con su Revolución de los Camisas Negras adoptó
una serie de medidas dirigidas a facilitar la obra espiritual del catolicismo.
En ese sentido se restauró el crucifijo en centros
oficiales y tribunales. A raíz de la reforma educativa de 1923 se incorporó la
catequesis en las escuelas públicas dándose existencia jurídica a la
Universidad Católica de Milán.
Por otra parte, se hizo frecuente la presencia de
autoridades eclesiásticas en las ceremonias públicas. Pero no bastaba. El
conflicto desatado por el accionar carbonario- masónico, cuando los Saboya y
Garibaldi tomaron militarmente la Ciudad de Roma, el 20 de setiembre de 1870,
se mantenía vigente. Situación insostenible que el propio Jefe de Gobierno
señaló expresando: “Cualquier problema que turbe la unidad religiosa de un
pueblo es causa de un delito de lesa Nación”.
Sobre esa base Mussolini acentuó el proceso de
Conciliación que fue coronado en febrero de 1929 con los Acuerdos de Letrán,
los que convirtieron en situación de derecho la plena soberanía del Papa sobre
lo que fue, desde entonces, y para siempre, el Estado Vaticano. En la Cuaresma
de ese año, Pío XI, entonces Pontífice reinante expresó: “Con profunda alegría
declaramos haber dado, gracias a estos acuerdos, Dios a Italia e Italia a
Dios”.
Cabe sin duda que a esta altura de la nota nos
preguntemos cuál es el juicio que puede hacerse de la política exterior de la
Italia Fascista considerada en su conjunto.
En primer lugar, hay que consignar que la conducta de
Mussolini en relación a los asuntos internacionales tuvo tres puntos claves: la
revisión de los tratados de Paz de 1919-20 empezando por el de Versalles, un
Pacto de las Cuatro Potencias, que si hubiera sido aceptado habría contribuido
a mantener la paz en el mundo durante un extenso período, y por último el Pacto
Antikomintern para frenar el expansionismo soviético.
Pero no fue así y sus esfuerzos fracasaron hasta el
mismo agosto de 1939, cuando ante la inminencia del conflicto entre Alemania y
una Polonia incitada bélicamente por Francia e Inglaterra, presentó un plan de
Paz que fue rechazado.
Sin embargo, hay algunos acontecimientos previos –que
sucedidos cuando terciaba el siglo pasado- tuvieron especial significación. El
primero fue la conquista de Abisinia con la que se extendió la civilización
Occidental y Cristiana a un olvidado y salvaje rincón del mundo que no poseía
más elementos aglutinantes que la autoridad de ciertos caciques.
En segundo término, el apoyo con sangre de Legionarios
a la Cruzada de la España Nacional que impidió la bolchevización del extremo de
Europa. Lo que llegó luego fue la conflagración, que al extenderse, ahogó la
voz de Mussolini, quien hizo un nuevo intento por detenerla a comienzos del año
1940.
Europa fue entonces arrasada por los cañones que
facilitaron, en Teherán, Yalta y Postdam, el orgiástico reparto del mundo
“iluminado” desde el “Gran Oriente” por las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki.
En tanto las praderas de los Césares se empapaban de sangre, mientras le Valle
del Po se cubría con la niebla gris de la derrota y la roja de las matanzas en
nombre de la “sagrada democracia”.
Y fueron decenas de miles las víctimas en la fiesta
congoleña de los “libertadores”. El primero fue el maestro y herrero del
Predappio, que con sus duras manos había abierto un surco “con una iniciativa política que
interesó al mundo mostrándole nuevos caminos”.
Eran las cuatro y diez de la tarde del 28 de abril de
1945 cuando ante la verja de Villa Belmonte, en Giulino di Mezzegra, la
metralleta del forajido partisano Walter Audisio disparaba sobre el cuerpo de
un César que del Carso a Como, desde su adolescencia hasta su plenitud
fascista, que está antes que nada en el Programa de Vernoa, había luchado por
la justicia para su pueblo.
Caído, se lo culpó por una guerra que le fue impuesta
por los que no quisieron revisar los cimientos falsos del período versallesco.
Muy cerca de allí, en Dongo, caían acribillados por la
espalda los que lo acompañaron hasta el último momento ofreciéndole su vida,
trabajo y sangre. Los que nada habían pedido en las horas del triunfo al hombre
que había escrito en una ocasión: “Mi vida es un libro abierto. Se pueden leer
en él estas palabras: estudio, miseria, lucha”.
El último César, cuyo cadáver la hez liberal
bolchevique colgó de los pies, porque no los tenía de barro, también poseía, en
las fotografías macabras que se publicaron, un decoro que nadie le pudo
arrebatar. El brazo derecho como una espada y su mano, aunque casi rozando el
suelo, con la que seguía indicando el camino y el vuelo de las águilas. Tal fue
siempre su gesto, y el gesto y su significado en lo moral y lo físico es lo que
queda de los hombres.
Tiempo atrás, desde la ciudad de Forli, llegamos hasta
la cripta de la familia Mussolini en el cementerio del Predappio donde ante el
sarcófago de piedra viva en el que el Duce descansa, oramos a Cristo Jesús por
quien nació católico, confesándose tal en los días de su martirio.
Luego, y en voz alta, repetimos un párrafo de su
testamento: “Todo lo que fue hecho no podrá ser borrado, mientras mi espíritu,
ya librado de la materia, viva, después de la pequeña existencia terrena, la
vida sin fin y universal de Dios”.
Revista Cabildo: Abril-Mayo 2008
Fuente: Revista
Verdad