Nota de NCSJB: El siguiente ensayo, forma parte de los no muy conocidos “Papeles póstumos de José Antonio”, habiendo sido escritos estando encarcelado en Alicante y a pocos meses de ser fusilado.
1. ¿Qué fue la Reconquista? Un criterio superficial de
la victoria tiende a considerar España como una especie de fondo o substratum
permanente sobre el cual desfilan diversas invasiones, a las que nos hacen
asistir como solidarios con aquel elemento aborigen. Dominación fenicia,
cartaginesa, romana, goda, africana… De niños hemos presenciado mentalmente
todas esas dominaciones en calidad de sujetos pacientes; es decir, como miembros
del pueblo invadido. Ninguno de nosotros, en su infancia romancesca, ha dejado
de sentirse sucesor de Viriato, de Sertorio, de los numantinos. EL invasor era
siempre nuestro enemigo; el invadido nuestro compatriota.
Cuando la cosa se considera más despacio, ya al
apuntar la mañana, cae uno en esta perplejidad: después de todo – se pregunta–
no sólo mi cultura, sino aún mi sangre y mis entrañas ¿tienen más de común con
el céltico aborigen que con el romano civilizado? Es decir, ¿no tendré un
perfecto derecho, aún por fuerza de la sangre, a mirar la tierra española con
ojos de invasor romano; a considerar con orgullo esta tierra no como remota
cuna de los míos sino como incorporada por los míos a una nueva forma de
cultura existencia? ¿Quién me dice que, en el sitio de Numancia, hay dentro de
las murallas más sangre mía, más valores de cultura míos, que en los
campamentos sitiadores?
Quizá podamos entender esto señaladamente bien los que
procedemos de familias que hayan visto nacer muchas de sus generaciones en la
América hispana. Nuestros antepasados transatlánticos, como nuestros actuales
parientes de allá, se sienten tan americanos como nosotros españoles; pero
saben que su calidad americana les viene como descendientes de los que dieron a
América su forma presente. Sienten a América como entrañablemente suya porque
sus antepasados la ganaron. Aquellos antepasados procedían de otro solar, que
es ya, para sus descendientes, más o menos extranjero. En cambio, la tierra en
que actualmente viven, siglos atrás extranjera, es ahora la suya, la
definitivamente incorporada por unos remotos abuelos al destino vital de su
estirpe.
Estos dos puntos de vista descansan sobre dos maneras
de entender la patria: o como razón de tierra o como razón de destino. Para
unos, la patria es el asiento físico de la cuna; toda su tradición es una
tradición espacial, geográfica. Para otros, la patria es la proyección física
de un destino; la tradición, así entendida, es predominantemente temporal,
histórica.
2. Con esta previa delimitación de conceptos cabe
resumir la cuestión inicial: ¿qué fue la Reconquista? Ya se sabe: desde el
punto de vista infantil, el lento recobro de la tierra española por los
españoles contra los moros que la habían invadido. Pero la cosa no fue así. En
primer lugar, los moros (es más exacto llamarles “los moros” que “los árabes”;
la mayor parte de los invasores fueron berberiscos del norte de África, los
árabes, la raza superior formaban solamente la minoría directora) ocuparon la
casi totalidad de la Península en poco tiempo más del necesario para una toma
de posesión material, sin lucha. Desde Guadalete (año 711) hasta Covadonga
(718) no habla la Historia de ninguna batalla entre forasteros e indígenas.
Hasta el reino de Todomir, en Murcia, se constituyó por buenas componendas con
los moros, toda la inmensa España fue ocupada en paz; España, naturalmente, con
los “españoles” que habitaron en ella. Los que se replegaron hacia Asturias
fueron los supervivientes de entre los dignatarios y militares godos; es decir,
de los que tres siglos antes habían sido, a su vez, considerados como invasores.
El fondo popular indígena (celtibérico, semítico en gran parte, norteafricano
por afinidad en otra, más o menos romanizado todo él) era tan ajeno a los godos
como los agarenos recién llegados. Es más, sentían muchas más razones de
simpatía étnica y consuetudinaria con los vecinos del otro lado del estrecho
que con los rubios danubianos aparecidos tres siglos antes. Probablemente la
masa popular española se sintió mucho más a su gusto gobernada por los moros
que dominada por los germanos. Esto fue al principio de la Reconquista; al
final no hay ni que hablar. Después de seiscientos, de setecientos, de casi (en
algunos sitios) ochocientos años de convivencia, la fusión de sangre y usos
entre aborígenes y bereberes era indestructible; mientras que la compenetración
entre indígenas y godos, entorpecida durante doscientos años por la dualidad
jurídica y, en el fondo, rehusada siempre por el sentido racial de los
germánicos, no pasó nunca de ser superficial.
La reconquista no es, pues, una empresa popular
española contra una invasión extranjera; es, en realidad, una nueva conquista
germánica; una pugna multisecular por el poder militar y político entre una
minoría semítica de gran raza –los árabes– y una minoría aria de gran raza –los
godos–. En esa pugna toman parte bereberes y aborígenes en calidad de gente de
tropa unas veces y, otras veces, en actitud de súbditos resignados de unos y
otros dominadores, quizá con marcada preferencia, al menos en gran parte del
territorio, por los sarracenos.
Hasta tal punto es la Reconquista una guerra entre
partidos y no una guerra de la independencia que a nadie se le ha ocurrido
nunca llamar “españoles” a los que combatían contra los agarenos, sino “los
cristianos” por oposición a “los moros”. La Reconquista fue una disputa bélica
por el poder político y militar entre los pueblos dominadores, polarizada en
torno de una pugna religiosa.
Del lado cristiano, los jefes preminentes son todos
los de sangre goda. A Pelayo se le alza en Covadonga sobre el pavés como
continuador de la Monarquía sepultada junto al Guadalete. Los capitanes de los
primeros núcleos cristianos tienen un aire inequívoco de príncipes de sangre y mentalidad
germánica. Más: se sienten ligados desde el principio a la gran comunidad
catolicogermánica europea. Cuando Alfonso el Sabio aspira al trono imperial no
adopta una actitud extravagante: pleitea, con el alegato de la madurez política
de su reino, por lo que podía alentar desde siglos antes en la conciencia de
príncipe cristianogermánico de cada jefe de los citados conquistadores. La
Reconquista es una empresa europea, es decir, en aquella sazón, germánica.
Muchas veces acuden de hecho, para guerrear contra los moros, señores libres de
Francia y de Alemania. Los reinos que se forman tienen una planta germánica
innegable. Acaso no haya Estados en Europa que tengan mejor impreso el sello
europeo de la germanidad que el condado de Barcelona y el reino de León.
3. En esquema –abstracción hecha de los mil acarreos e
influencias recíprocas de todos los elementos étnicos removidos durante
ochocientos años–, la Monarquía triunfante de los Reyes Católica es la restauración
de la Monarquía góticoespañola, católicoeuropea, destronada en el siglo VIII.
La mentalidad popular distinguía entonces difícilmente entre nación y rey. Por
otra parte, considerables extensiones de España, singularmente Asturias, León y
el Norte de Castilla habían sido germanizadas, casi sin solución de
continuidad, durante mil años (desde principios del siglo V hasta finales del
XV, sin más interrupción que los años que van desde el Guadalete hasta el
recobro de las tierras del norte por los jefes godocristianos) sin contar con
que su afinidad étnica con el norte de África era mucho menor que la de las
gentes del sur y levante. La unidad nacional bajo los Reyes Católicos es, pues,
la edificación del Estado unitario español con el sentido europeo, católico,
germánico, de toda la Reconquista, y la culminación de la obra de germanización
social y económica de España. No se olvide esto, porque quizá por ahí va a
encontrar la “constante bereber” su primera rendija para la rebelión.
En efecto, el tipo de dominación árabe era
preponderantemente político y militar. Los árabes tenían vagamente el sentido
de la territorialidad. No se adueñaban de las tierras, en el sentido
jurídicoprivado. Así pues, la población campesina de las comarcas más
largamente dominadas por los árabes (Andalucía, Levante) permanecía en una
situación de libre disfrute de la tierra, en forma de pequeña propiedad y,
acaso, de propiedades colectivas. El andaluz aborigen, semibereber, y la
población bereber que nutrió más copiosamente las filas árabes, gozaban pues,
una paz elemental y libre, inepta para grandes empresas de cultura, pero deliciosa
para un pueblo indolente, imaginativo y melancólico como el andaluz. EN cambio,
los cristianos germánicos traían en la sangre el sentido feudal de la
propiedad. Cuando conquistaban las tierras erigían sobre ellas señoríos, no ya
pluralmente políticomilitares como los estados árabes, sino patrimoniales al
mismo tiempo que políticos. El campesino pasaba, en el caso mejor, a ser
vasallo; tiempo adelante, cuando por la atenuación del aspecto jurisdiccional,
político, los señoríos van subrayando su carácter patrimonial, los vasallos,
completamente desarraigados, caen en la condición terrible de jornaleros.
La organización germánica, de tipo aristocrático,
jerárquico, era, en su base, mucho más dura. Para justificar tal dureza se
comprometía a realizar alguna gran tarea histórica. Era, en realidad, la
dominación política y económica sobre un pueblo casi primitivo. Toda aquella
enorme armadura –Monarquía, Iglesia, aristocracia – podía intentar la
justificación de sus pesados privilegios a título de cumplidora de un gran
destino en la Historia. Y lo intentó por el doble camino: la conquista de
América y la Contrarreforma.
4. Es un tópico (puesto en circulación por la
literatura “bereber” de que se hablará más tarde el decir, que la conquista de
América es obra de la espontaneidad popular española, realizada casi a despecho
de la España oficial. No se puede sostener esa tesis en serio. Muchas de las
expediciones se organizaron, ciertamente, como empresa privada; pero el sentido
de la cristianización y colonización de América está contenido en el monumento
de las Leyes de Indias, obra que encierra el pensamiento constante del Estado
español a través de vicisitudes seculares. Y la conquista de América es también
una tesis católicogermánica. Tiene un sentido de universalidad sin la menor raíz
celtibérica y bereber. Solo Roma y la Cristiandad germánica pudieron transmitir
a España la vocación expansiva, católica, de la conquista de América. Lo que se
llama el espíritu aventurero español, ¿será español de veras en el sentido
aborigen o bereber, o será una de las señales de sangre germánica? No se
desdeñe el dato de que, aún en nuestros días, las regiones donde sale mayor
número de inmigrantes, es decir, de aventureros, son las del Norte, las más
germanizadas, las más europeas, las que desde su punto de vista castizo y
pintoresco, podrían llamarse menos españolas. En cambio, es todavía
abundantísimo el número de andaluces y levantinos que se transplanta a
Marruecos, a Orán, a Argelia y que vive allí absolutamente como en su casa,
como una cepa que reconoce la tierra lejana de donde arrancaron a su
ascendiente. Esta derivación meridional y levantina hacia África no tiene la
menor homogeneidad con las expediciones colonizadoras hacia América. Incluso
África y América han sido constantemente como las consignas de dos partidos
políticos y literarios españoles. De dos partidos que coinciden exactamente en
casi todos los instantes con el liberal y el conservador; el popular y el
aristocrático; el bereber y el germánico. Era casi cosa obligada que un
escritor antiaristocrático, antieclesiástico, antimonárquico, incorporase a su repertorio
frases como esta: “Más valía que la Monarquía española, en vez de extenuar a
España en la empresa de América, hubiera buscado nuestra expansión natural, que
es África”.
Al lado de la conquista de América, la España
germánica (doblemente germánica ahora bajo la dinastía de los Habsburgo) riñe
en Europa el combate católico por la unidad. Lo riñe y, a la larga, lo pierde.
Y, como consecuencia, pierde América. La justificación moral e histórica de la
dominación sobre América se hallaba en la idea de la unidad religiosa del
mundo. El catolicismo era la justificación del poder de España. Pero el
catolicismo había perdido la partida. Vencido el catolicismo, España se quedaba
sin título que alegar para el imperio de Occidente. SU credencial estaba
caducada. Ya lo vio el astuto Richelieu que, para hundir a la casa de Austria,
no vaciló en auxiliar a los paladines de la reforma. Sabía muy bien que la
piedra angular de los Habsburgo era la unidad católica de la Cristiandad.
Y así, perdida la partida en Europa primero, en
América después ¿qué tarea de valor universal alegaría la España dominadora
–Monarquía, Iglesia, aristocracia– para conservar su situación de privilegio?
Falta de justificación histórica, dimitida toda función directiva, sus ventajas
económicas y políticas quedaban en puro abuso. Por otra parte, con la falta de
empleo, las clases directoras habían perdido el brío, incluso de la propia
defensa. Se observa una colección de fenómenos, semejantes en extremo a la
decadencia de la monarquía visigótica. Y la fuerza latente, nunca extinguida,
del pueblo bereber sometido, inicia lentamente su desquite.
5. Porque, aún en las horas cenitales de la
dominación, la “constante bereber” no había dejado de existir y de obrar nunca.
Los pueblos superpuestos, dominador y dominado, germánico y aborigen bereber,
no se habían fundido. Ni siquiera se entendían. El pueblo dominador vigilaba el
no mezclarse con el dominado (hasta 1756 no se deroga una pragmática de Isabel
la Católica que exigía probar la pureza de sangre, es decir, condición de
cristiano viejo, sin mezcla de judío o de moro, aún para desempeñar
modestísimas funciones de autoridad). El pueblo dominado, entre tanto, detesta
al dominador. Con un giro muy típico, adopta al respecto de los dominadores
apariencia de sumisión irónica. En Andalucía se llega a los más exagerados
extremos de adulación; pero bajo esa adulación aparente se venga la más
desdeñosa zumba hacia el adulado. Esta actitud, la burla, es la más dulcemente
resignada que adopta el pueblo desposeído. Más arriba aparece ya el odio y,
sobre todo, la afirmación permanente de la separación. En España la expresión
“el pueblo” guarda siempre un tono particularista y hostil. El “pueblo hebreo”
comprendía naturalmente, a los profetas. El “pueblo inglés” incluye a los
lores, ¡a buena hora permitiría un inglés consciente que no le considerase
solidarizado, bajo la denominación popular de inglés, con los primeros jerarcas
del país! Aquí no: cuando se dice “el pueblo” se piensa decir lo
indiferenciado, lo incalificado, lo que no es aristocracia, ni Iglesia, ni
milicia, ni jerarquía de ninguna especie. El mismo don Manuel Azaña ha dicho:
“no creo en los intelectuales, ni en los militares, ni en los políticos; no
creo más que en el pueblo”. Pero entonces los intelectuales, los militares, los
políticos, como los eclesiásticos y los aristócratas ¿no forman parte del
pueblo? Sin especificar, se alude al sojuzgado, al sustraído a su siempre
añorada existencia primitiva, indiferenciada, antijerarquíca y que, por lo
mismo, detesta rencorosamente toda jerarquía, característica del pueblo
dominador.
Tal realidad ha penetrado todas las manifestaciones de
la vida española, incluso las de apariencia menos popular. Por ejemplo, el
fenómeno europeo de la Reforma tuvo en España una versión reducida, pero
absolutamente impregnada de la pugna entre germánicos y bereberes, entre
dominadores y dominados. En España no se
dio un solo caso de hereje príncipe, como en Francia y en Alemania. Los grandes
señores se mantuvieron aferrados a su religión de casta. Todo hereje, pequeño
burgués, o letrado, era como un vengador de los oprimidos; en su disidencia
alentaba más que un tema teológico una incurable inquina contra el aparato
oficial, formidable, de Monarquía, Iglesia, aristocracia…
Y así hasta las fechas más recientes. L línea bereber,
más aparente cada vez según ve declinar la fuerza contraria, asoma en toda la
intelectualidad de izquierda, de Larra hacia acá. Ni la fidelidad a las modas
extranjeras logra ocultar un tornillo de resentimiento de vencido en toda la
producción literaria española de los cien últimos años. En cualquier escritor
de izquierdas hay un gesto morboso por demoler, tan persistente y tan
desazonante que no se puede alimentar sino de una animosidad personal, de casta
humillada. Monarquía, Iglesia, aristocracia, milicia, ponen nerviosos a los
intelectuales de izquierda, de una izquierda que para estos efectos empieza
bastante a la derecha. No es que sometan aquellas instituciones a crítica; es
que, en presencia de ellas, les acomete un desasosiego ancestral como el que
acomete a los gitanos cuando se les nombra a la bicha. En el fondo los dos
efectos son manifestaciones del mismo viejo llamamientos de la sangre bereber.
Lo que odian, sin saberlo, no es el fracaso de las instituciones que denigra,
sino su remoto triunfo; su triunfo sobre ellos, sobre los que odia. Son los
bereberes vencidos que no perdonan a los vencedores –católicos, germánicos–
haber sido los portadores del mensaje de Europa.
El resentimiento ha esterilizado en España toda
posibilidad de cultura. Las clases directoras no han dado nada a la cultura,
que en ninguna parte suele ser su misión específica. Las clases sometidas, para
producir algo considerable desde el punto de vista de la cultura, tenían que
haber aceptado el cuadro de valores europeo, germánico, que es el vigente; y
eso les suscitaba una repugnancia infinita por ser, en el fondo, el de los
odiados dominadores.
Así, groso modo, puede decirse que la aportación de
España a la cultura moderan es igual a cero, salvo algún ingente esfuerzo
individual, desligado de toda escuela, y algún pequeño cenáculo inevitablemente
envuelto en un halo de extranjería.
6. Tras de las escaramuzas tenía que llegar la
batalla. Y ha llegado: es la República de 1931; va a ser, sobre todo, la
República de 1936. Estas fechas, singularmente la segunda, representan la demolición
de todo el aparato monárquico, religioso, aristocrático y militar que aún
afirmaba, aunque en ruinas, la europeidad de España. Desde luego la máquina
estaba inoperante; pero lo grave es que su destrucción representa el desquite
de la Reconquista, es decir, la nueva invasión bereber. Volveremos a lo
indiferenciado. Probablemente se ganará en placidez elemental en las
condiciones populares de vida. Acaso el campesino andaluz, infinitamente triste
y nostálgico, reanude el silencioso coloquio con la tierra de que fue
desposeído. Casi media España se sentirá expresada inmejorablemente si esto
ocurre. Desde luego, se habrá conseguido un perfecto ajuste en lo natural. Pero
lo malo es que entonces será pueblo único, ya dominador y dominado en una sola
pieza, un pueblo sin la más mínima aptitud para la cultura universal. La
tuvieron los árabes; pero los árabes eran una pequeña casta directora, ya mil
veces diluida en el fondo humano superviviente. La masa que es la que va a
triunfar ahora, no es árabe sino bereber. Lo que va a ser vencido es el resto
germánico que aún nos ligaba con Europa.
Acaso España se parta en pedazos, desde una frontera
que dibuje, dentro de la ínsula, el verdadero límite de África. Acaso toda
España se africanice. Lo indudable es que, para mucho tiempo, España dejará de
contar en Europa. Y entonces, los que por solidaridad de cultura y aún por misteriosa
voz de sangre nos sentimos ligados al destino europeo, ¿podremos transmutar
nuestro patriotismo de estirpe, que ama a esta tierra porque nuestros
antepasados la ganaron para darle forma, en un patriotismo telúrico, que ame a
esta tierra por ser ella, a pesar de que en su anchura haya enmudecido hasta el
último eco de nuestro destino familiar?
José Antonio Primo de Rivera
Prisión de Alicante, 13 de Agosto de 1936
“Papeles póstumos de José Antonio” E. Plaza &
Janes. Barcelona 1997. Págs. 160-167.