San Juan Bautista
miércoles, 22 de diciembre de 2021
lunes, 20 de diciembre de 2021
Navidad - Antonio Caponnetto
BALADA
DE LA SAGRADA FAMILIA
Antonio
Caponnetto
San
José
Yo te miro Mi Niño y sé que tu mirada
sostiene lo creado por el Dios Uno y Trino,
que tu cuna es un trono tras misterioso parto,
que mañana el Calvario sellará tu destino.
Sé que un día, asimismo, me cerrarás los ojos
de pupilas yacentes, de párpados adustos,
que serás mi cayado cuando los pies me jueguen
esa mala costumbre de volverse vetustos.
Pero ahora, esta noche, de sublimes contornos,
de abovedado cielo ante el Gran Episodio,
me consuela besarte diciéndote al oído:
tú serás mi pequeño, Jesús yo te custodio.
La
Virgen María
Ya aparté
los pañales del forraje tupido,
recubrí
las astillas, limpié el heno amarillo,
un ángel y un boyero me acercaron las brasas
tibias como un otoño, ígneas como un anillo.
El lucero del alba se posó marcialmente,
su vertical de estrella transfigura el rocío,
cuando cae no moja, semeja una cobija
que nos cubre del viento o nos detiene el frío.
¡Ay hijo!, cuando crezcas y seas El Camino,
la Verdad y la Vida iluminando anieblos,
llévate para el viaje esta paz del pesebre
e irrádiales tu espada al hombre y a los pueblos.
Jesús
¿Cómo podría hablarles al hombre y a los pueblos,
Madre, si no eligiera ser el Verbo Encarnado?
José, mi padre bueno, ¿cómo entender de cruces
sin ese maderamen en el que me has criado?
¿Cómo llevar corona de aguijones y púas
sin el feral Herodes, sin la huida de Egipto,
sin esta andanza agreste recalando en la gruta
de un Dios entre mugidos nacido y circunscripto?
Que nadie desespere cuando lleguen las pruebas
de los persecutores que hieren y blasfeman,
de las pestes que mienten los cuerpos y las almas,
repito mi promesa: <Vuelvo pronto. No teman>.
Nosotros
Estamos en batalla, los campos delimitan
las riquezas o el Reyno, la cizaña o el trigo,
la insolencia de Gestas o la piedad de Dimas,
Señor, dame bravura para lidiar contigo.
Virgen a quien supimos nombrarte Generala,
Patrona de estas tierras, Señora de su Historia,
José que haces posibles las cosas imposibles
que sea voz de mando la fiel jaculatoria:
<Jesús, José y María
Os doy el corazón y el alma mía>
sábado, 11 de diciembre de 2021
Éramos tan malos - Antonio Caponnetto
Miguel Ayuso exponiendo en la inauguración de un cuadro de Felipe VI
ÉRAMOS TAN MALOS
Por Antonio Caponnetto
"...y echaba la culpa a la malignidad del tiempo, devorador y consumidor de todas las cosas"
Quijote I,IX
Me llega por múltiples
vías cierto video, en el que aparece Miguel Ayuso respondiendo unas preguntas,
tras presentar su libro “Tradición,
Política e Hispanidad”. El sucedido tuvo lugar en Barcelona, el pasado 27 de
noviembre, y la pregunta a cuya respuesta queremos referirnos versa sobre el
Nacionalismo Católico Argentino. Específica y singularmente sobre esto.
Ayuso no dice nada odioso e incorrecto sobre
nosotros que ya no haya dicho en otras tantas ocasiones; y que ya no se le haya
replicado de muchos modos posibles: la cátedra, el libro, la tertulia, los
foros, o los simples encuentros amicales, hasta hoy al menos siempre
cristianamente hospitalarios. Acaso lo curioso en esta circunstancia, sea el
grado de agresividad empleado en el discurso, repitiendo con énfasis que el Nacionalismo
Católico Argentino es, de todos los conocidos, el que posee mayor grado “de
malignidad y de nocividad”. Lo que se dice una política de mano tendida, que
nos haría repetir con el mismísimo Lope su famoso endecasílabo: “¿Qué tengo yo
que mi amistad procuras?”.
Los
motivos de nuestra malignidad son unos cuantos, pero Miguel –dueño del donum didacticum- los sintetiza en un
manojo encantador. En primer lugar, que habríamos constituido una “escuela de
pensamiento articulado”. En segundo lugar que –no todos sino los peores-
seríamos partidarios de “una hispanidad sin España”, ejerciendo una suerte de
“hispanismo antiespañol”, movidos como estamos por “un prejuicio antiespañol”.
En tercer lugar, que somos “un ensamble de elementos heterogéneos y heteróclitos”,
en el que caben todos los “elementos fascistizantes”, “menos Perón”. Conducta
que ve como contradicción fiera entre nos, pues si él fuera argentino –se
confiesa- le resultaría “más razonable ser peronista que franquista”. Ya que no
se pueden “criticar ciertas actitudes y hacer después el elogio de personas que
encarnaron esas actitudes”.
Como recurso oratorio
llamativo, permítaseme señalar que al enunciar a aquellos Caudillos Nacionales
objetos de nuestra admiración (incluyendo con espanto el nombre de Salazar),
Miguel hace una pausa y le aclara al público: “¡No hablo en broma!”. Como si
acabara de decirles a sus prosélitos: “estos malignos y nocivos argentos
admiran a súcubos, íncubos, endriagos, ogros del lago, dráculas feroces y
fantasmas nocturnos; ¡hablo en serio, señores!”. Las dos últimas razones que
nos ubican entre las cepas del covid, son dignas de las endechas de un pasodoble.
Que nosotros “no somos monárquicos”, y que, a ellos, los carlistas, los hemos
“atacados ferozmente”, por considerarlos unos “intrusos que veníamos a poner en
riesgo su tinglado”. Quienes accedan al video[1],
tal vez convendrán conmigo en que el dicterio esta un poco sobreactuado, quizá
con un sesgo pirandelliano. O como si Apolo hubiese cedido el control a
Dionisio. Simple escolio esteticista, con perdón.
Le diría algunas cosas a
Miguel (como tantas veces nos las dijimos en afables e inolvidables
encuentros), pero por ahora, mejor me dirijo a las víctimas del cuádruple
atentado contra la verdad que acaba de perpetrar. Cuádruple digo, porque aúna
el error, la confusión, la ignorancia culposa y la mentira.
-Esa “escuela de
pensamiento articulado” que es el Nacionalismo Católico Argentino, está pronta
a cumplir un siglo, si se toma como posible hito inaugural el año 1927, en el
que aparecen las primeras manifestaciones orgánicas y perseverantes de nuestro
ideario. En el transcurso de dicha centuria, de esta escuela han surgido
personalidades descollantes y señeras. En campos tan variopintos cuanto
entitativos, verbigracia: teología, filosofía, artes, literatura,
retórica, historia, derecho, y aún
ciencias aplicadas o duras.
Los nombres de estas
personalidades son insignes, y han trascendido en no pocos casos las fronteras
locales. Se pueden y se deben señalar matices entre ellos, pues por cierto que
hay elementos heterogéneos y heteróclitos. Pero ninguno de sus representantes
jamás de los jamases concibió un hispanismo sin España. Y todos, cada quien
como mejor supo, se batieron en soledad contra las malditas leyendas negras
antiespañolas, dando recio testimonio de amor acrisolado a la Patria Madre. Lo
hicieron en soledad, perseverantemente, perseguidos y contra corriente. Lo
hicieron a un costo muy alto –de la hacienda, la fama y la honra- frente a un
poder político que convirtió al antihispanismo en política de Estado.
En esa escuela que
insensatamente maldice Ayuso también tuvimos mártires, en sentido estricto de
la palabra: testigos que derramaron la sangre por Cristo Rey; y voluntarios que
se enrolaron para pelear por la España Eterna cuando estalló la Cruzada.
Algunos de ellos murieron en batalla. No es hipérbole ni retórica. Son hechos.
También es un hecho que no vimos españoles alistados como voluntarios en
nuestras dos grandes guerras justas del siglo XX: la entablada contra el
terrorismo marxista y por la reconquista
de Malvinas. Son detalles.
-Que no
seamos peronistas no quiere decir que seamos gorilas –término que nos aplica
expresamente Ayuso en su Monitum de
Barcelona- pues el llamado “Gorilismo” es la manifestación liberal, masónica,
aliadófila, masonoide y criptojudaica que ha tomado determinado antiperonismo.
No es el nuestro. Todo lo contrario. Que no seamos peronistas es la
consecuencia teórico-práctica, pensada y pesada, convencida y convincente, de
haber padecido y de seguir padeciendo los frutos podridos del siniestro
fundador de una ideología revolucionaria y moderna, en franca oposición y pugna
con la cosmovisión tradicionalista.
De Franco se podrán
objetar muchas cosas, pero que para un hombre de la Tradición Hispano-Católica
sea más razonable ser peronista que franquista, es ignorar, de mínima, que
Francisco Franco ganó heroicamente una Cruzada contra el Marxismo Internacional
–en gesta reconocida entonces por la Iglesia- y que Juan Domingo Perón, cuando
le convino, dio rienda suelta al terrorismo marxista, fue socio público de sus
principales líderes, puso al Che Guevara de ejemplo, aspiró a ser el primer
Fidel Castro del Continente y resultó excomulgado por Pío XII, a causa de sus
persecuciones a la Iglesia y de su Proyecto de instalar un “Cristianismo
Auténtico”. Proyecto que –como he documentado en uno de mis libros- es el mismo
que hoy ejecuta Roma, supresión del Vetus
Ordo incluido.
-No pone
ejemplos Ayuso –y es una lástima, pues nos priva de enmendar nuestra
malignidad- de cuáles o quiénes serían los casos y los responsables de “un
hispanismo antiespañol” y del acto de “criticar ciertas actitudes y entrar en
contradicción al elogiar a personas que habrían encarnado esas actitudes”.
En cuanto
a lo primero, diré que el submundo sórdido de los prejuicios antiespañoles está
poblado de todas las variantes de la marea roja, del abominable liberalismo, de
las sectas y de las sinagogas, del tribalismo indigenista redivivo, del
pseudorevisionismo socialista al que adhirió expresamente Perón, y de ciertos
espíritus cerriles o anacrónicos. No nos tiene a los Nacionalistas Católicos
como pobladores de esa “confusión magmática”.
En cuanto
a lo segundo, criticamos actitudes como el plebeyismo, la demagogia y la
rufianería en política, y admiramos a Oliveira Salazar que fue un hidalgo
austero, un caballero decente a carta cabal, un estadista serio y un varón de
finísimo espíritu monástico. ¿En dónde está la contradicción? Criticamos
actitudes como la cobardía, el señoritismo comodón y burgués, y el apego
desordenado al propio pellejo, y admiramos a José Antonio, que dio la vida por
España, valientemente, en plena y promisoria juventud. ¿En dónde está la
contradicción? Criticamos las actitudes de los relapsos, odiadores seriales de
la Fe y empecinados en atacar al Catolicismo, y admiramos al Benito Mussolini,
que fue capaz de convertirse, resultó elogiado por dos pontífices y gozó de la
admiración y del afecto de San Pío de Pietrelcina. ¿En dónde está la
contradicción? Criticamos las actitudes de aquellos que nos propusieron cambiar
nuestra “barbarie” hispano-cristiana por la “civilización” anglofrancesa de
cuño iluminista. Y admiramos, amamos y difundimos con pasión cada manifestación
encarnada de la tradición cultural hispanocatólica. ¿En dónde está la
contradicción? Criticamos las actitudes pacifistas de tanto catolicón
emasculado y elogiamos a los héroes que encarnan el espíritu épico de la raza, entre
los cuales, sin empacho lo decimos, se alistan muchos que pueden asimismo
ponderar los requetés. ¿En dónde está la contradicción? Criticamos las
actitudes que favorecen la expansión del Comunismo, y por cierto al Comunismo
en sí,y elogiamos a los bravos ejércitos europeos, que con sus respectivos
jefes y adalides se batieron cuerpo a cuerpo contra el bolchevismo, hasta que
fueron masacrados por él. ¿En dónde está la contradicción?
-Acusarnos
de no ser monárquicos es un disparate. Monárquicos fueron los más genuinos
exponentes de nuestra Independencia, monarca sin corona y Felipe II de América fue llamado nuestro prócer mayor, Don Juan
Manuel de Rosas: a los grandes monarcas santos y cruzados tenemos por
arquetipos, la reyecía católico-hispana que forjó un Imperio sigue siendo
objeto de nuestra veneración, y cuanto tratadista de nuestra escuela haya
estudiado las modalidades políticas clásicas, nunca desconoció que la monarquía
es una de las formas puras, legítimas y convenientes de gobierno.
Pero no es consejo de
sensatos vivir en pugna con la realidad. Res sunt. La Argentina carece de
cualquier posibilidad, vía, modo o
instrumento, ya no de emplazar un trono en el predio del Antiguo Fuerte, sino
de evitar que se roben las rejas de la Casa Rosada. Ahora si no ser monárquicos
es no declararse súbditos de Don Sixto, es como si nosotros les exigiéramos a
los carlistas que, para seguir hablando de las Españas, reconocieran el
cacicazgo de Calfucurá, el Virreynato del Bebe Goyeneche o el reyno de Cipriano
Catriel. Una especie de pasaporte sanitario independentista sin el cual no
pudieran desplazarse por estas latitudes. Cuidado con el tránsito de la
solemnidad a la ridiculez, del rigorismo
al ucronismo, y del anacronismo al utopismo, que es la herejía perenne, al buen
decir de Molnar. Hay un paso muy tenue,
y me temo que estos amigos nuestros ya lo hayan dado.
Lo que nos
preocupa es que Ayuso parece andar <monarqueando> demasiado últimamente.
Varias fotos, aparecidas en algunos medios el 30 de noviembre de 2019, nos lo
presentan muy orondo y feliz en Madrid, en la sede de la Real Gran Peña,
posando al lado de un gigantesco retrato de Felipe VI, obra de Emiliano
Fernández Galiano, presente en la ceremonia; la cual consistía, precisamente,
en descubrir el susodicho retrato, rindiendo así homenaje y tributo al
mencionado Felipe VI. De Ayuso fueron las palabras conmemorativas presentando
un libro sobre el sesquicentenario de la Real Gran Peña[2].
¿Quiénes son los que critican determinadas actitudes y después elogian a las
personas que las encarnan? ¿Alguien podría imaginarse a alguno de nuestros
malignos y nocivos nacionalistas católicos descubriendo, emplazando e
inaugurando un lienzo de Carlos Marx, de Soros o de Isabel II?
-En fin, que ya esto es
largo. Terminemos. Yo no sé de dónde saca argumentos Ayuso para decir que, en estos lares, ellos fueron “atacados
ferozmente” por nosotros. “¡Ferozmente”, nada menos; con reminiscencias de
malones y flechazos! Pero lamentamos la audacia esgrimida para tergiversar así
las cosas. Desde 1996 en que Miguel ha viajado sistemáticamente a la Argentina,
en Buenos Aires al menos, puedo y debo dar fe, de que nada de eso sucedió. Todo lo contrario. Abundaron los
gestos recíprocos de caballerosidad y hasta de algún emprendimiento en común
participamos. Prologó una de mis obras y
presenté una de sus conferencias. Cada vez que nos vimos, dentro o fuera de la
Argentina, reímos a dos carrillos de tantas cosas que pasan, nos lanzamos
chicanas y retruécanos “impiadosamente”, y discutimos con vehemencia y sin
concesiones sobre nuestras eternas diferencias.
En mi propia casa tuvo
lugar uno de los habituales encuentros camaraderiles, durante los cuales tanto
se discutía fuerte sobre las discrepancias, como se intercambiaban bromas o mordacidades
a propósito de las mismas. Llevo tres libros publicados en los últimos años, en
los cuales, entre otros tópicos, me ocupo de analizar las fricciones
historiográficas que tenemos los nacionalistas católicos con los carlistas, y
no podría en justicia acusarme de haber lanzado sobre ellos las acusaciones de
malignidad y de nocividad. Y no por cortesía o diplomacia (dones que quienes me
conocen saben bien que no poseo ni pido poseer) sino sencillamente porque no es
ese mi juicio sobre ellos.
Ahora resulta que éramos unos malignos y nocivos,
temerosos de estos “intrusos” que “venían a poner en riesgo nuestro tinglado”.
Y nosotros sin saberlo. Entre otras cosas –y hablo por mi- porque no tenemos
ningún tinglado. Aunque soñemos a veces con aquel que describió Jacinto
Benavente, en el Introito de “Los intereses creados”: “He aquí el tinglado de
la antigua farsa, la que alivió en posadas aldeanas el cansancio de los trajinantes,
la que embobó en las plazas de humildes lugares a los simples villanos, la que
juntó en ciudades populosas a los más variados concursos[...]. Gente de toda
condición, que en ningún otro lugar se hubiera reunido, comunicábase allí su
regocijo[...]. Que nada prende tan pronto de unas almas en otras como esta
simpatía de la risa[...], de esa filosofía del pueblo, que siempre sufre,
dulcificada por aquella resignación de los humildes de entonces, que no lo
esperaban todo de este mundo, y por eso sabían reírse del mundo sin odio y sin
amargura”.
Miguel; por si te llega este escrito; a tí ahora te
hablo, cara a cara. Has faltado gravemente a la verdad, a la justicia y a la
gratitud con lo que nos has dicho. Has agraviado a quienes no nos lo merecemos.
Has ofendido a La Argentina que amamos los nacionalistas católicos. Has perdido
ese “saber reírse del mundo sin odio y sin amarguras”, que supo ser tu sello.
Darías un ejemplo de hombría de bien si retiraras tus agravios que a tantos han
escandalizado o herido, y nos ofrecieras unas disculpas que, a priori te digo,
te serían aceptadas entre antiguos apretones de manos. Luego, a cada quien su
Oriamendi y su Cara al Sol; a su boina
roja o su camisa azul. Y si lo quieres, puedes subirte con nosotros al único tinglado
que nos han dejado y que nos importa poseer: el de la Cruz.
[1]https://drive.google.com/file/d/1q4u-mJVcwxCWjafPWdaO21hhH0pbOTrI/view?fbclid=IwAR0aY1oluyEtQyGfNsNHghs1a-m4i29i9wwTyiY4aayn8I3YSBDctaAWAQc
[2]Puede constatarse lo que decimos en estos sitios: http://www.mascastillalamancha.com/tag/guadalajara o https://www.comunicae.es/nota/la-real-gran-pena-conmemora-su-1210199/amp/
La inquietud de esta hora: La religión del covid - Bruno Acosta
En la década del treinta del siglo pasado el eminente
intelectual argentino Carlos Ibarguren escribió un ensayo titulado “La
Inquietud de Esta Hora”. Trataba acerca de la crisis espiritual y política que
vivía Occidente tras la Gran Guerra, considerando el cuestionamiento por el que
pasaba la democracia liberal y el auge de los movimientos fascistas, que
prometían una revolución. “La inquietud de esa hora” estaba
dada por esa mezcla de sensación de crisis, de caos, de crítica, con la
esperanza de un cambio para mejor, que prometía el fascismo.
Hoy, casi un siglo después, también vivimos una hora inquietante.
“La inquietud de nuestra hora” está dada por la guerra
psicológica que ha sido declarada por la élite plutocrática contra la
humanidad. “Hay un guerra de clases –ha dicho el magnate
Warren Buffet- pero es mi clase, la de los ricos, la que está haciendo
la guerra, y la estamos ganando”. Esta guerra particular, que es una guerra
propagandística, moderna, de última generación –no hay que confundir guerra con
“ruido de armas”, enseñan los manuales de psicopolítica- tiene como objetivo
realizar cambios estructurales a todo nivel –político, económico, religioso,
cultural, educativo, sanitario, laboral, tecnológico, industrial, alimentario,
etc.- con la excusa de una “pandemia”. Siempre las guerras se han hecho con
alguna causa final, utilizando falsas banderas como excusa. Esta no
es la excepción.
El clima de miedo, de terror, de pánico y de incertidumbre
se ve renovado sistemáticamente en esta hora inquietante, por la
aparición de supuestas “variantes” o cepas nuevas de un virus ficticio: el
“covid”. Y lo más perturbador es que la inmensa mayoría de las personas y de
las instituciones no se han enterado de que estamos en guerra,
puesto que han creído –acto de fe- el discurso
propalado por las élites y magnificado por los medios de
propaganda –tal como hemos denominado,
con justeza, a los medios de comunicación-
“La inquietud de esta hora” radica,
para la mayoría, en el miedo que le produce un inexistente virus supuestamente
peligroso –aunque las propias cifras oficiales lo desmienten- y en las conductas
que, a causa de ello, han sido obligados a desplegar, distintas a las
habituales, y que amenazan ser permanentes –distanciamientos, mascarillas,
inoculaciones, etc.- Por su parte, para la minoría que sí ha captado la guerra,
es inquietante la soledad, el ostracismo, la incomprensión, la
falta de empatía… y la acusación de herejía.
Puesto que si algo ha traído esta plandemia es
una radicalización y una cosmovisión religiosa del mundo como hace tiempo no se
veía en Occidente. La creencia en la plandemia, nuevo Credo apocalíptico
y posmoderno, es una hecho: cuenta con sus nuevos dogmas –la existencia no
demostrada científicamente del virus-, sus nuevos rituales –el bozal, el
saludo- y sus nuevos sacerdotes –los “expertos”-. Es un hecho, repetimos, incuestionable,
como antes lo era la existencia de Dios; quien se atreva a negarlo, será
considerado orate, raro, extraño, peligroso; será apostrofado, ad
hominem, como “antivacunas”, “terraplanista” o “negacionista”. Muchas
personas se han vuelto feligreses de esta nueva religión, la del “covid”;
substituyendo, subversivamente, a la verdadera religión católica.
Corolario de lo anterior es la implacable política de
censura que se ha efectuado contra lo que la élite considera “desinformación”
acerca de la plandemia. Contrariando, de ese modo, el hasta hace
meses sagrado derecho a la “libertad de expresión”, legado de las revoluciones
modernas –como desarrolláramos en artículo
pasado- Nosotros mismos hemos sufrido la censura del artículo “Plandemia
y Educación Virtual”. Los “verificadores de datos” (fact checkers)
son los inquisidores modernos de la nueva religión del “covid”; con la
importante diferencia de que no sirven a la Verdad, como la Santa Inquisición,
sino a la Mentira.
La religión del “covid” representa, en conclusión –y por lo que hemos explicado- un claro signo de apostasía y esjatológico: constituye la sustitución de la verdadera religión por un torpe remedo. La criba de los últimos tiempos se está dando gracias a esta ciclópea farsa: entre los propios católicos -como dijimos en el escrito pasado- hay confusión, y hay quienes han adherido, renegando en la práctica de su fe, a este nuevo credo. Tiempos finales, tiempos de confusión, tiempos que recuerdan aquello del Evangelio: “el reino de los cielos es semejante a un red que se echó en el mar y que recogió peces de toda clase. Una vez llena, la tiraron a la orilla, y sentándose juntaron los buenos en canastos, y tiraron los malos”.
Bruno Acosta
viernes, 26 de noviembre de 2021
España: Germanos contra Bereberes - José Antonio Primo de Rivera
Nota de NCSJB: El siguiente ensayo, forma parte de los no muy conocidos “Papeles póstumos de José Antonio”, habiendo sido escritos estando encarcelado en Alicante y a pocos meses de ser fusilado.
1. ¿Qué fue la Reconquista? Un criterio superficial de
la victoria tiende a considerar España como una especie de fondo o substratum
permanente sobre el cual desfilan diversas invasiones, a las que nos hacen
asistir como solidarios con aquel elemento aborigen. Dominación fenicia,
cartaginesa, romana, goda, africana… De niños hemos presenciado mentalmente
todas esas dominaciones en calidad de sujetos pacientes; es decir, como miembros
del pueblo invadido. Ninguno de nosotros, en su infancia romancesca, ha dejado
de sentirse sucesor de Viriato, de Sertorio, de los numantinos. EL invasor era
siempre nuestro enemigo; el invadido nuestro compatriota.
Cuando la cosa se considera más despacio, ya al
apuntar la mañana, cae uno en esta perplejidad: después de todo – se pregunta–
no sólo mi cultura, sino aún mi sangre y mis entrañas ¿tienen más de común con
el céltico aborigen que con el romano civilizado? Es decir, ¿no tendré un
perfecto derecho, aún por fuerza de la sangre, a mirar la tierra española con
ojos de invasor romano; a considerar con orgullo esta tierra no como remota
cuna de los míos sino como incorporada por los míos a una nueva forma de
cultura existencia? ¿Quién me dice que, en el sitio de Numancia, hay dentro de
las murallas más sangre mía, más valores de cultura míos, que en los
campamentos sitiadores?
Quizá podamos entender esto señaladamente bien los que
procedemos de familias que hayan visto nacer muchas de sus generaciones en la
América hispana. Nuestros antepasados transatlánticos, como nuestros actuales
parientes de allá, se sienten tan americanos como nosotros españoles; pero
saben que su calidad americana les viene como descendientes de los que dieron a
América su forma presente. Sienten a América como entrañablemente suya porque
sus antepasados la ganaron. Aquellos antepasados procedían de otro solar, que
es ya, para sus descendientes, más o menos extranjero. En cambio, la tierra en
que actualmente viven, siglos atrás extranjera, es ahora la suya, la
definitivamente incorporada por unos remotos abuelos al destino vital de su
estirpe.
Estos dos puntos de vista descansan sobre dos maneras
de entender la patria: o como razón de tierra o como razón de destino. Para
unos, la patria es el asiento físico de la cuna; toda su tradición es una
tradición espacial, geográfica. Para otros, la patria es la proyección física
de un destino; la tradición, así entendida, es predominantemente temporal,
histórica.
2. Con esta previa delimitación de conceptos cabe
resumir la cuestión inicial: ¿qué fue la Reconquista? Ya se sabe: desde el
punto de vista infantil, el lento recobro de la tierra española por los
españoles contra los moros que la habían invadido. Pero la cosa no fue así. En
primer lugar, los moros (es más exacto llamarles “los moros” que “los árabes”;
la mayor parte de los invasores fueron berberiscos del norte de África, los
árabes, la raza superior formaban solamente la minoría directora) ocuparon la
casi totalidad de la Península en poco tiempo más del necesario para una toma
de posesión material, sin lucha. Desde Guadalete (año 711) hasta Covadonga
(718) no habla la Historia de ninguna batalla entre forasteros e indígenas.
Hasta el reino de Todomir, en Murcia, se constituyó por buenas componendas con
los moros, toda la inmensa España fue ocupada en paz; España, naturalmente, con
los “españoles” que habitaron en ella. Los que se replegaron hacia Asturias
fueron los supervivientes de entre los dignatarios y militares godos; es decir,
de los que tres siglos antes habían sido, a su vez, considerados como invasores.
El fondo popular indígena (celtibérico, semítico en gran parte, norteafricano
por afinidad en otra, más o menos romanizado todo él) era tan ajeno a los godos
como los agarenos recién llegados. Es más, sentían muchas más razones de
simpatía étnica y consuetudinaria con los vecinos del otro lado del estrecho
que con los rubios danubianos aparecidos tres siglos antes. Probablemente la
masa popular española se sintió mucho más a su gusto gobernada por los moros
que dominada por los germanos. Esto fue al principio de la Reconquista; al
final no hay ni que hablar. Después de seiscientos, de setecientos, de casi (en
algunos sitios) ochocientos años de convivencia, la fusión de sangre y usos
entre aborígenes y bereberes era indestructible; mientras que la compenetración
entre indígenas y godos, entorpecida durante doscientos años por la dualidad
jurídica y, en el fondo, rehusada siempre por el sentido racial de los
germánicos, no pasó nunca de ser superficial.
La reconquista no es, pues, una empresa popular
española contra una invasión extranjera; es, en realidad, una nueva conquista
germánica; una pugna multisecular por el poder militar y político entre una
minoría semítica de gran raza –los árabes– y una minoría aria de gran raza –los
godos–. En esa pugna toman parte bereberes y aborígenes en calidad de gente de
tropa unas veces y, otras veces, en actitud de súbditos resignados de unos y
otros dominadores, quizá con marcada preferencia, al menos en gran parte del
territorio, por los sarracenos.
Hasta tal punto es la Reconquista una guerra entre
partidos y no una guerra de la independencia que a nadie se le ha ocurrido
nunca llamar “españoles” a los que combatían contra los agarenos, sino “los
cristianos” por oposición a “los moros”. La Reconquista fue una disputa bélica
por el poder político y militar entre los pueblos dominadores, polarizada en
torno de una pugna religiosa.
Del lado cristiano, los jefes preminentes son todos
los de sangre goda. A Pelayo se le alza en Covadonga sobre el pavés como
continuador de la Monarquía sepultada junto al Guadalete. Los capitanes de los
primeros núcleos cristianos tienen un aire inequívoco de príncipes de sangre y mentalidad
germánica. Más: se sienten ligados desde el principio a la gran comunidad
catolicogermánica europea. Cuando Alfonso el Sabio aspira al trono imperial no
adopta una actitud extravagante: pleitea, con el alegato de la madurez política
de su reino, por lo que podía alentar desde siglos antes en la conciencia de
príncipe cristianogermánico de cada jefe de los citados conquistadores. La
Reconquista es una empresa europea, es decir, en aquella sazón, germánica.
Muchas veces acuden de hecho, para guerrear contra los moros, señores libres de
Francia y de Alemania. Los reinos que se forman tienen una planta germánica
innegable. Acaso no haya Estados en Europa que tengan mejor impreso el sello
europeo de la germanidad que el condado de Barcelona y el reino de León.
3. En esquema –abstracción hecha de los mil acarreos e
influencias recíprocas de todos los elementos étnicos removidos durante
ochocientos años–, la Monarquía triunfante de los Reyes Católica es la restauración
de la Monarquía góticoespañola, católicoeuropea, destronada en el siglo VIII.
La mentalidad popular distinguía entonces difícilmente entre nación y rey. Por
otra parte, considerables extensiones de España, singularmente Asturias, León y
el Norte de Castilla habían sido germanizadas, casi sin solución de
continuidad, durante mil años (desde principios del siglo V hasta finales del
XV, sin más interrupción que los años que van desde el Guadalete hasta el
recobro de las tierras del norte por los jefes godocristianos) sin contar con
que su afinidad étnica con el norte de África era mucho menor que la de las
gentes del sur y levante. La unidad nacional bajo los Reyes Católicos es, pues,
la edificación del Estado unitario español con el sentido europeo, católico,
germánico, de toda la Reconquista, y la culminación de la obra de germanización
social y económica de España. No se olvide esto, porque quizá por ahí va a
encontrar la “constante bereber” su primera rendija para la rebelión.
En efecto, el tipo de dominación árabe era
preponderantemente político y militar. Los árabes tenían vagamente el sentido
de la territorialidad. No se adueñaban de las tierras, en el sentido
jurídicoprivado. Así pues, la población campesina de las comarcas más
largamente dominadas por los árabes (Andalucía, Levante) permanecía en una
situación de libre disfrute de la tierra, en forma de pequeña propiedad y,
acaso, de propiedades colectivas. El andaluz aborigen, semibereber, y la
población bereber que nutrió más copiosamente las filas árabes, gozaban pues,
una paz elemental y libre, inepta para grandes empresas de cultura, pero deliciosa
para un pueblo indolente, imaginativo y melancólico como el andaluz. EN cambio,
los cristianos germánicos traían en la sangre el sentido feudal de la
propiedad. Cuando conquistaban las tierras erigían sobre ellas señoríos, no ya
pluralmente políticomilitares como los estados árabes, sino patrimoniales al
mismo tiempo que políticos. El campesino pasaba, en el caso mejor, a ser
vasallo; tiempo adelante, cuando por la atenuación del aspecto jurisdiccional,
político, los señoríos van subrayando su carácter patrimonial, los vasallos,
completamente desarraigados, caen en la condición terrible de jornaleros.
La organización germánica, de tipo aristocrático,
jerárquico, era, en su base, mucho más dura. Para justificar tal dureza se
comprometía a realizar alguna gran tarea histórica. Era, en realidad, la
dominación política y económica sobre un pueblo casi primitivo. Toda aquella
enorme armadura –Monarquía, Iglesia, aristocracia – podía intentar la
justificación de sus pesados privilegios a título de cumplidora de un gran
destino en la Historia. Y lo intentó por el doble camino: la conquista de
América y la Contrarreforma.
4. Es un tópico (puesto en circulación por la
literatura “bereber” de que se hablará más tarde el decir, que la conquista de
América es obra de la espontaneidad popular española, realizada casi a despecho
de la España oficial. No se puede sostener esa tesis en serio. Muchas de las
expediciones se organizaron, ciertamente, como empresa privada; pero el sentido
de la cristianización y colonización de América está contenido en el monumento
de las Leyes de Indias, obra que encierra el pensamiento constante del Estado
español a través de vicisitudes seculares. Y la conquista de América es también
una tesis católicogermánica. Tiene un sentido de universalidad sin la menor raíz
celtibérica y bereber. Solo Roma y la Cristiandad germánica pudieron transmitir
a España la vocación expansiva, católica, de la conquista de América. Lo que se
llama el espíritu aventurero español, ¿será español de veras en el sentido
aborigen o bereber, o será una de las señales de sangre germánica? No se
desdeñe el dato de que, aún en nuestros días, las regiones donde sale mayor
número de inmigrantes, es decir, de aventureros, son las del Norte, las más
germanizadas, las más europeas, las que desde su punto de vista castizo y
pintoresco, podrían llamarse menos españolas. En cambio, es todavía
abundantísimo el número de andaluces y levantinos que se transplanta a
Marruecos, a Orán, a Argelia y que vive allí absolutamente como en su casa,
como una cepa que reconoce la tierra lejana de donde arrancaron a su
ascendiente. Esta derivación meridional y levantina hacia África no tiene la
menor homogeneidad con las expediciones colonizadoras hacia América. Incluso
África y América han sido constantemente como las consignas de dos partidos
políticos y literarios españoles. De dos partidos que coinciden exactamente en
casi todos los instantes con el liberal y el conservador; el popular y el
aristocrático; el bereber y el germánico. Era casi cosa obligada que un
escritor antiaristocrático, antieclesiástico, antimonárquico, incorporase a su repertorio
frases como esta: “Más valía que la Monarquía española, en vez de extenuar a
España en la empresa de América, hubiera buscado nuestra expansión natural, que
es África”.
Al lado de la conquista de América, la España
germánica (doblemente germánica ahora bajo la dinastía de los Habsburgo) riñe
en Europa el combate católico por la unidad. Lo riñe y, a la larga, lo pierde.
Y, como consecuencia, pierde América. La justificación moral e histórica de la
dominación sobre América se hallaba en la idea de la unidad religiosa del
mundo. El catolicismo era la justificación del poder de España. Pero el
catolicismo había perdido la partida. Vencido el catolicismo, España se quedaba
sin título que alegar para el imperio de Occidente. SU credencial estaba
caducada. Ya lo vio el astuto Richelieu que, para hundir a la casa de Austria,
no vaciló en auxiliar a los paladines de la reforma. Sabía muy bien que la
piedra angular de los Habsburgo era la unidad católica de la Cristiandad.
Y así, perdida la partida en Europa primero, en
América después ¿qué tarea de valor universal alegaría la España dominadora
–Monarquía, Iglesia, aristocracia– para conservar su situación de privilegio?
Falta de justificación histórica, dimitida toda función directiva, sus ventajas
económicas y políticas quedaban en puro abuso. Por otra parte, con la falta de
empleo, las clases directoras habían perdido el brío, incluso de la propia
defensa. Se observa una colección de fenómenos, semejantes en extremo a la
decadencia de la monarquía visigótica. Y la fuerza latente, nunca extinguida,
del pueblo bereber sometido, inicia lentamente su desquite.
5. Porque, aún en las horas cenitales de la
dominación, la “constante bereber” no había dejado de existir y de obrar nunca.
Los pueblos superpuestos, dominador y dominado, germánico y aborigen bereber,
no se habían fundido. Ni siquiera se entendían. El pueblo dominador vigilaba el
no mezclarse con el dominado (hasta 1756 no se deroga una pragmática de Isabel
la Católica que exigía probar la pureza de sangre, es decir, condición de
cristiano viejo, sin mezcla de judío o de moro, aún para desempeñar
modestísimas funciones de autoridad). El pueblo dominado, entre tanto, detesta
al dominador. Con un giro muy típico, adopta al respecto de los dominadores
apariencia de sumisión irónica. En Andalucía se llega a los más exagerados
extremos de adulación; pero bajo esa adulación aparente se venga la más
desdeñosa zumba hacia el adulado. Esta actitud, la burla, es la más dulcemente
resignada que adopta el pueblo desposeído. Más arriba aparece ya el odio y,
sobre todo, la afirmación permanente de la separación. En España la expresión
“el pueblo” guarda siempre un tono particularista y hostil. El “pueblo hebreo”
comprendía naturalmente, a los profetas. El “pueblo inglés” incluye a los
lores, ¡a buena hora permitiría un inglés consciente que no le considerase
solidarizado, bajo la denominación popular de inglés, con los primeros jerarcas
del país! Aquí no: cuando se dice “el pueblo” se piensa decir lo
indiferenciado, lo incalificado, lo que no es aristocracia, ni Iglesia, ni
milicia, ni jerarquía de ninguna especie. El mismo don Manuel Azaña ha dicho:
“no creo en los intelectuales, ni en los militares, ni en los políticos; no
creo más que en el pueblo”. Pero entonces los intelectuales, los militares, los
políticos, como los eclesiásticos y los aristócratas ¿no forman parte del
pueblo? Sin especificar, se alude al sojuzgado, al sustraído a su siempre
añorada existencia primitiva, indiferenciada, antijerarquíca y que, por lo
mismo, detesta rencorosamente toda jerarquía, característica del pueblo
dominador.
Tal realidad ha penetrado todas las manifestaciones de
la vida española, incluso las de apariencia menos popular. Por ejemplo, el
fenómeno europeo de la Reforma tuvo en España una versión reducida, pero
absolutamente impregnada de la pugna entre germánicos y bereberes, entre
dominadores y dominados. En España no se
dio un solo caso de hereje príncipe, como en Francia y en Alemania. Los grandes
señores se mantuvieron aferrados a su religión de casta. Todo hereje, pequeño
burgués, o letrado, era como un vengador de los oprimidos; en su disidencia
alentaba más que un tema teológico una incurable inquina contra el aparato
oficial, formidable, de Monarquía, Iglesia, aristocracia…
Y así hasta las fechas más recientes. L línea bereber,
más aparente cada vez según ve declinar la fuerza contraria, asoma en toda la
intelectualidad de izquierda, de Larra hacia acá. Ni la fidelidad a las modas
extranjeras logra ocultar un tornillo de resentimiento de vencido en toda la
producción literaria española de los cien últimos años. En cualquier escritor
de izquierdas hay un gesto morboso por demoler, tan persistente y tan
desazonante que no se puede alimentar sino de una animosidad personal, de casta
humillada. Monarquía, Iglesia, aristocracia, milicia, ponen nerviosos a los
intelectuales de izquierda, de una izquierda que para estos efectos empieza
bastante a la derecha. No es que sometan aquellas instituciones a crítica; es
que, en presencia de ellas, les acomete un desasosiego ancestral como el que
acomete a los gitanos cuando se les nombra a la bicha. En el fondo los dos
efectos son manifestaciones del mismo viejo llamamientos de la sangre bereber.
Lo que odian, sin saberlo, no es el fracaso de las instituciones que denigra,
sino su remoto triunfo; su triunfo sobre ellos, sobre los que odia. Son los
bereberes vencidos que no perdonan a los vencedores –católicos, germánicos–
haber sido los portadores del mensaje de Europa.
El resentimiento ha esterilizado en España toda
posibilidad de cultura. Las clases directoras no han dado nada a la cultura,
que en ninguna parte suele ser su misión específica. Las clases sometidas, para
producir algo considerable desde el punto de vista de la cultura, tenían que
haber aceptado el cuadro de valores europeo, germánico, que es el vigente; y
eso les suscitaba una repugnancia infinita por ser, en el fondo, el de los
odiados dominadores.
Así, groso modo, puede decirse que la aportación de
España a la cultura moderan es igual a cero, salvo algún ingente esfuerzo
individual, desligado de toda escuela, y algún pequeño cenáculo inevitablemente
envuelto en un halo de extranjería.
6. Tras de las escaramuzas tenía que llegar la
batalla. Y ha llegado: es la República de 1931; va a ser, sobre todo, la
República de 1936. Estas fechas, singularmente la segunda, representan la demolición
de todo el aparato monárquico, religioso, aristocrático y militar que aún
afirmaba, aunque en ruinas, la europeidad de España. Desde luego la máquina
estaba inoperante; pero lo grave es que su destrucción representa el desquite
de la Reconquista, es decir, la nueva invasión bereber. Volveremos a lo
indiferenciado. Probablemente se ganará en placidez elemental en las
condiciones populares de vida. Acaso el campesino andaluz, infinitamente triste
y nostálgico, reanude el silencioso coloquio con la tierra de que fue
desposeído. Casi media España se sentirá expresada inmejorablemente si esto
ocurre. Desde luego, se habrá conseguido un perfecto ajuste en lo natural. Pero
lo malo es que entonces será pueblo único, ya dominador y dominado en una sola
pieza, un pueblo sin la más mínima aptitud para la cultura universal. La
tuvieron los árabes; pero los árabes eran una pequeña casta directora, ya mil
veces diluida en el fondo humano superviviente. La masa que es la que va a
triunfar ahora, no es árabe sino bereber. Lo que va a ser vencido es el resto
germánico que aún nos ligaba con Europa.
Acaso España se parta en pedazos, desde una frontera
que dibuje, dentro de la ínsula, el verdadero límite de África. Acaso toda
España se africanice. Lo indudable es que, para mucho tiempo, España dejará de
contar en Europa. Y entonces, los que por solidaridad de cultura y aún por misteriosa
voz de sangre nos sentimos ligados al destino europeo, ¿podremos transmutar
nuestro patriotismo de estirpe, que ama a esta tierra porque nuestros
antepasados la ganaron para darle forma, en un patriotismo telúrico, que ame a
esta tierra por ser ella, a pesar de que en su anchura haya enmudecido hasta el
último eco de nuestro destino familiar?
José Antonio Primo de Rivera
Prisión de Alicante, 13 de Agosto de 1936
“Papeles póstumos de José Antonio” E. Plaza &
Janes. Barcelona 1997. Págs. 160-167.
domingo, 21 de noviembre de 2021
Comentario sobre el sermón esjatolójico de San Mateo (1955) - Leonardo Castellani
DOMINGO VIGESIMOCUARTO Y
ÚLTIMO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
[Mt 24, 15-35] Mc 13, 24-32
La Santa Iglesia cierra y abre el año
litúrgico con el llamado “Discurso Esjatológico”; o sea la predicción de la
Segunda Venida y el fin de este mundo; lo que se llama técnicamente la
“Parusía”. Este discurso profético es el último que hizo Nuestro Señor antes de
su Pasión; y está con algunas variantes en los tres Sinópticos: más
extensamente en San Mateo XXIV, de cuyo final está tomado el evangelio de hoy.
Este capítulo es llamado por los exegetas el “Apokalypsis sucinto”; porque es
como un resumen o bosquejo del libro profético que más tarde escribirá San
Juan; y que es el último de la Sagrada Biblia.
La Segunda Venida, el Retorno, la
Parusía, el Fin de este Siglo, el Juicio Final o como quieran llamarle, es un
dogma de fe, y está en la Escritura y está en el Credo, un dogma bastante
olvidado hoy día; pero bien puede ser que cuanto más olvidado esté, más cerca
ande. Hay muchísimos doctores católicos modernos que, las señales que dio
Cristo –y a las cuales recomendó estuviéramos atentos– las ven cumpliéndose
todas. Desde Donoso Cortés en 1854 hasta Joseph Pieper en 1954, muchísimos
escritores y doctores católicos de los más grandes, comprendiendo al Papa San
Pío X, al cardenal Billot, al Venerable Holzhauser, Jacques Maritain, Hilaire
Belloc, Roberto Hugo Benson, y otros, han creído ver en el dibujo del mundo
actual las trazas que la profecía nos ha dejado del Anticristo... Papini en su
Storia di Cristo, capítulo 86, ha
escrito: “Jesús no nos anuncia el “Día” pero nos dice qué cosas serán cumplidas
antes de aquel día... Son dos cosas: que el Evangelio del Reino será predicado
antes a todos los pueblos y que los gentiles no pisarán más Jerusalén. Estas
dos condiciones se han cumplido en nuestro tiempo, y quizás el Gran Día se
viene. Si las palabras de la Segunda Profecía de Jesús (la del fin del mundo)
son verdaderas, como se ha verificado que lo fueron las de la Primera (la del
fin de Jerusalén) la Parusía no puede estar lejos... Pero los hombres de hoy no
recuerdan la promesa de Cristo; y viven como si el mundo hubiese de durar
siempre...”.
Cristo juntó la Primera con la Segunda
Profecía –y esto es una gravísima dificultad de este paso del Evangelio– o
mejor dicho, hizo de la Primera el typo emblema
de la Segunda. Los Apóstoles le preguntaron todo junto; y El respondió todo
junto. “Dinos cuándo serán todas esas cosas y qué señales habrá de tu Venida y
la consumación del siglo...”. “Todas
estas cosas” eran para ellos la destrucción de Jerusalén –a la cual había
aludido Cristo mirando al Templo– y el fin del mundo; pues creían erróneamente
que el Templo habría de durar hasta el fin del mundo. Hubiese sido muy cómodo
para nosotros que Cristo respondiera: “Estáis equivocados; primero sucederá la
destrucción de Jerusalén y después de un largo intersticio el fin del mundo;
ahora voy a daros las señales del fin de Jerusalén y después las del fin del
mundo.” Pero Cristo no lo hizo así; comenzó un largo discurso en que dio conjuntamente
los signos precursores de los dos grandes Sucesos, de los cuales el uno es
figura del otro; y terminó su discurso con estas dificultosísimas palabras:
“Palabra de honor os digo que no pasará
esta generación
Sin que todas estas cosas se cumplan...
Pero de aquel día y de aquella hora
nadie sabe.
Ni siquiera los Ángeles del Cielo. Sino
solamente el Padre.”
La impiedad contemporánea –siguiendo a
la llamada escuela esjatológica, fundada
por Johann Weis en 1900– saca de estas palabras una objeción contra Cristo,
negando en virtud de ellas que Cristo fuese Dios y ni siquiera un Profeta
medianejo: porque “se equivocó”: creía que el fin del mundo estaba próximo, en
el espacio de su generación, “a unos 40 años de distancia”. Según Johann Weis y
sus discípulos, el fondo y médula de toda la prédica de Cristo fue esa idea de
que el mundo estaba cercano a la Catástrofe Final, predicha por el Profeta
Daniel; después de la cual vendría una especie de restauración divina, llamada
el Reino de Dios; y que Cristo fue un interesante visionario judío; pero tan
Dios, tan Mesías, y tan Profeta como yo y usted.
El único argumento que tienen para
barrer con todo el resto del Evangelio –donde con toda evidencia Cristo supone
el intersticio entre su muerte y el
fin del mundo, tanto en la fundación de su Iglesia, como en varias parábolas–
son esas palabras; “no pasará esta generación sin que todo esto se cumpla”, las
cuales se cumplieron efectivamente con la destrucción de Jerusalén.
–Pero no vino el fin del mundo.
–Del fin del mundo, añadió Cristo que no
sabemos ni sabremos jamás el día ni la hora.
–Pero ¿por qué no separó Cristo los dos
sucesos, si es que conocía el futuro, como Dios y como Profeta?
–Por alguna razón que Él tuvo, y que es
muy buena, aunque ni usted ni yo la sepamos. Y justamente quizá por esa misma
razón de que fue profeta: puesto que
así es el estilo profético.
–¿Cuál? ¿Hacer confusión?
–No; ver en un suceso próximo, llamado typo, otro suceso más remoto y arcano
llamado antitypo; y así Cristo vio
por transparencia en la ruina de Jerusalén el fin del “siglo”; y si no reveló
más de lo que aquí está, es porque no se puede revelar, o no nos conviene.
La otra dificultad grave que hay en este
discurso es que por un lado se nos dice que no sabremos jamás “el día ni la
hora” del Gran Derrumbe, el cual será repentino “como el relámpago”; y por otro
lado se pone Cristo muy solícito a dar señales y signos para marcarlo, cargando
a los suyos de que anden ojos abiertos y sepan conocer los “signos de los tiempos”,
como conocen que viene el verano cuando reverdece la higuera. ¿En qué quedamos?
Si no se puede saber ¿para qué dar señales?
No podremos conocer nunca con exactitud
la fecha de la Parusía, pero podremos conocer su inminencia y su proximidad. Y
así los primeros cristianos, residentes en Jerusalén hacia el año 70,
conocieron que se verificaban las señales de Cristo, y siguiendo su palabra:
“Entonces, los que estén en Judea huyan a los montes; y eso sin detenerse un
momento” se refugiaron en la aldea montañosa de Pella y salvaron, de la
horripilante masacre que hicieron de Sión las tropas de Vespasiano y Tito, el
núcleo de la primera Iglesia.
Los tres signos troncales que dio Cristo
de la inminencia de su Segundo Adviento parecen haberse cumplido: la
predicación del Evangelio en todo el mundo, Jerusalén no hollada más por los
Gentiles, y un período de “guerras y rumores de guerras”, que no ha de ser
precisamente la Gran Tribulación; pero
será su preludio y el “comienzo de los dolores”. El Evangelio ha sido traducido
ya a todas las lenguas del mundo y los misioneros cristianos han penetrado y
recorrido todos los continentes. Jerusalén que desde su ruina el año 70 ha
estado bajo el poder de los romanos, persas, árabes, egipcios y turcos...
desde 1918 y por obra del general inglés Allenby ha vuelto a manos de los
judíos; y un “Reino de Israel” que se reconstruye, existe tranquilamente ante
nuestros ojos; y finalmente nunca jamás ha visto el mundo, desde que empezó
hasta hoy, una cosa semejante a ésta que el Papa Benedicto XV llamó en 1919 “la
guerra establecida como institución permanente de toda la humanidad”. Las dos
guerras “mundiales”, incomparables por su extensión y ferocidad, y los estados
de “preguerra” y “posguerra” y “guerra fría” y “rearme” y la gran perra, que
ellas han creado, son un fenómeno espectacularmente nuevo en el mundo, que
responde enteramente a las palabras de la profecía del Maestro: “Veréis guerras
y rumores de guerra, sediciones y revoluciones, intranquilidad política, bandos
que se levantan unos contra otros, y naciones contra naciones... Todavía no es
el fin, pero eso es el principio de los dolores.” ¿Y cuál es el fin? El fin
será el monstruoso reinado universal del Gran Perverso y la persecución
despiadada a todo el que crea de veras en Dios; en la cual persecución a la vez
interna y externa parecerá naufragar la Iglesia de Dios en forma definitiva[1].
Otras muchas señales menores, que
parecen cumplirse ya, se podrían mencionar; pero no tengo lugar y además es un
poco peligroso para mí. Baste decir que aparentemente la herramienta del Anticristo, como notó Donoso Cortés, ya está
creada. Hace un siglo justo, el gran poeta francés Baudelaire, escribía en su
diario Mon Coeur mis a Nu acerca del
gobierno dictatorial de Napoleón III –que fue una tiranía templada por la corrupción–, que “la gloria de Napoleón
III habrá sido probar que un Cualquiera puede, apoderándose del Telégrafo y de
la Imprenta, tiranizar a una gran Nación”; cosa que los argentinos sabemos
ahora sin necesidad de acudir a Baudelaire.
Pues bien, desde entonces acá, los
medios técnicos de tiranizar a una gran nación, y aun a todo el mundo, por
medio del temor y la mentira, han crecido al décuplo o al céntuplo. El
Anticristo no tiene actualmente más trabajo que el de nacer; si es que no ha
nacido ya, como apuntó San Pío X en su primera encíclica. El mundo está
ablandado y caldeado para recibirlo por la predicación de los “falsos
profetas”, contra los cuales tan insistente nos precave Cristo; y que son otra
de las señales: seudoprofetas a bandadas.
El odio –y no el amor– reina en el
mundo. Eso también está predicho en un versículo que no es nada claro en la
Vulgata, pero se entiende bien en el texto griego. “Y porque sobreabundará la
iniquidad, se resfriará la caridad en muchos”, dice la traducción de San
Jerónimo; que yo creo que no es de San Jerónimo sino de Pomponio o de Brixiano;
pues creo cierta la noticia actual de que San Jerónimo no tradujo, sino
solamente corrigió la Vulgata. El versículo traducido así resulta una
perogrullada, por no decir una pavada: el
segundo miembro de la frase es un anticlímax,
en vez de ser un clímax como
pedía la lógica. Para explicarme rápido, diré que es como si yo dijera: “Como
había una temperatura de 45 grados, no había muchos que dijesen que hacía
frío...” (no había nadie). O bien otro ejemplo: “El que asesina a su madre, no
se puede decir que tenga una virtud perfecta...” (ninguna virtud tiene). Y así,
si el mundo está inundado de injusticia, estúpido es decir que a causa de eso
“se enfriará la caridad”. No habrá caridad desde hace mucho, ni fría ni
caliente. La caridad es más que la justicia.
Pero el texto griego dice otra cosa, que
es inteligente y lógica. Se puede traducir así: “Habrá tantas injusticias que
se hará casi imposible la convivencia”; y eso es instructivo y luminoso, porque
efectivamente el efecto más terrible de la injusticia es envenenar la
convivencia. A la palabra griega agápee le
dieron poco a poco los cristianos el significado de caridad en el sentido tan especial del Cristianismo; pero
originalmente agápee significa
“concordia, apego, amistad”; y por cierto amistad en su grado más ínfimo, que
es ese mínimum necesario para poder
vivir mal que bien unos al lado de otros; conllevarse
como dicen en España; o sea la convivencia.
Que la convivencia entre los humanos se
está destruyendo hoy más y más y a toda prisa ¿quién no lo ve? Y que la causa
de esa malevolencia que invade de más en más al género humano sea la injusticia
¿quién lo duda? Las injusticias amontonadas y no reparadas, que dejan su efecto
venenoso en el ánimo del que las sufre... y también del que las hace. “Que
hablará muy mal de ustedes - Aquel que los ha ofendido”, dice Martín Fierro; y
“la injusticia no reparada es una cosa inmortal”, dice el hijo de Martín
Fierro.
No he escrito todo esto para desconsolar
a la gente, sino porque creo que es verdad; y Cristo nos mandó no nos
desconsoláramos por eso, al contrario: “Cuando veáis que todo esto sucede,
levantad las cabezas y alegráos, porque vuestra salvación está cerca.” ¿Para
qué ha sido creado este mundo, y para qué ha caminado y ha tropezado y ha
pasado por tantas peloteras y despelotas sino para llegar un día? Estos impíos de hoy día que dicen que el mundo no se
acabará nunca, o bien durará todavía 18 mil millones de años, se parecen a esos
viajeros que se empiezan a entristecer cuando el tren está por llegar. Y puede
que ellos tengan sus motivos para entristecerse; pero el cristiano no los
tiene. Este mundo debe ser salvado; no
solamente las almas individuales sino también los cuerpos, y la naturaleza, y
los astros (todo debe ser limpiado definitivamente de los efectos del Pecado);
que no son otros que el Dolor y la Muerte. Y para llegar a eso, bien vale la
pena pasar por una gran Angostura.
Yo no sé cuándo será el fin del mundo;
pero esos incrédulos que lo niegan o postergan arbitrariamente saben mucho
menos que yo. ¿Verán los jóvenes de hoy la Argentina del año 2000? No lo
sabemos. ¿Verán los chicos escueleros a la Argentina con 100 millones de
habitantes, de los cuales 90 millones en Buenos Aires? No lo sabemos. ¿Verá el
bebé que ha nacido hoy –y varios han nacido seguro– el mundo convertido en un
vergel y un paraíso por obra de la Ciencia Moderna? Ciertamente que no. Si lo
ven convertido en un vergel, será después de destruido por la Ciencia Moderna,
y refaccionado por el poder del Creador, y la Segunda Venida del Verbo
Encarnado; ahora no ya a padecer y morir, sino a juzgar y a resucitar.
Lo que puede que vean y no es
improbable, es a Cristo viniendo sobre las nubes del cielo para “fulminar a la
Bestia con un aliento de su boca”, y ordenar la resurrección de todos nosotros
los viejos tíos o abuelos, si es que no lo vemos también nosotros, porque nadie
sabe nada, y los sucesos de hoy día parecen correr ya, como dijo el italiano, 'precipitevolissimamente”.
[1]De esta “Gran
Tribulación hemos hecho un cuadro imaginario en nuestra novela Su Majestad Dulcinea.
Leonardo
Castellani: “El Evangelio de Jesucristo”. Ed. Dictio. Pags. 390-396