En «Pentru Legionari», su obra principal, Codreanu
repite a menudo el siguiente concepto: «Este país (Rumania) muere por falta de
hombres, no por falta de programas. Esta es mi opinión. No tenemos que buscar
programas, sino hombres, hombres nuevos. La piedra angular que ha dado origen a
la Legión es el hombre y no un programa político. Por eso no luchamos tanto por
la realización de un determinado programa como para forjar hombres nuevos.»
No puede dejar de observarse el realismo de esta
afirmación del Capitán; efectivamente, para los demagogos y los políticos
resulta fácil hablar de revoluciones y de reformas, como si dispusieran de una
varita mágica como panacea de todos los males. Pero cambiar la faz de una
nación es una tarea ardua que presupone, no sólo preparación, competencia y una
gran seriedad de intenciones por parte del que es propuesto para ocupar la
jefatura del Estado, sino también un esfuerzo mancomunado de toda la colectividad
nacional.
En otras palabras, Corneliu comprendió que el pueblo
rumano, para reencontrar su camino y la confianza en el futuro, no necesitaba
un grandilocuente y brillante político, sino sencillamente un gran educador que
supiera hablar con humildad y sinceridad al corazón de toda la nación.
Partiendo de la idea del hombre como valor moral y no como entidad numérica,
Codreanu aplicó este concepto a la Legión del Arcángel Miguel, haciendo de
ella, más que un partido político, una escuela de vida y una milicia de
sacrificio. Y esto porque sería realmente deshonesto reprochar y querer
corregir los defectos ajenos, si antes no se tiene el valor y la voluntad de
conocer y enmendar los propios.
«¿Programas? ¿Cuáles? ¿Crees que nosotros no podemos
sanear los terrenos pantanosos? ¿Captar la energía de los montes y electrificar
el país? ¿Construir nuevas ciudades? ¿No podemos levantar sobre los Cárpatos
una patria que resplandezca como un faro en medio de Europa?» Elaborar
programas, es evidente, no basta. Es preciso tener la fuerza, la capacidad, la
voluntad necesarias para ponerlos en práctica. Es preciso, sobre todo,
renovarse interiormente para poder tener los papeles en regla y llevar adelante
un proceso de reestructuración radical del Estado y de reconsagración
existencial del hombre en el ámbito de la nueva realidad.
«También nosotros queremos construir: desde un puente
hasta una carretera, desde la canalización de una cascada de agua hasta su
transformación en fuerza motriz, desde la edificación de una casa hasta la de
un pueblo, de una ciudad, de un estado rumano nuevo. Esta es la misión histórica
de nuestra generación: sobre las ruinas de hoy debemos construir un país nuevo,
un país soberbio. Hoy, el pueblo rumano no puede cumplir su misión en el mundo,
la misión de crear una cultura y una civilización propias en el oriente
europeo.»
El hombre nuevo auspiciado por Codreanu sólo puede
nacer allí donde germina el espíritu cristiano en su forma más pura. La fe en
Dios es un postulado fundamental de la doctrina legionaria; no se puede
prescindir de ella, porque es esencial que cada uno tenga conciencia de la
propia realidad espiritual y de la misión terrena que debe cumplir.
«El hombre nuevo o la renovación nacional presuponen
una gran revolución de todo el pueblo, es decir, una reducción contra la
situación actual y la voluntad decidida de cambiar esta dirección.» La actitud
revolucionaria de Codreanu consiste en el hecho de querer desentrañar los
diversos problemas, no cerrándose a las apariencias, sino penetrando hasta el
fondo y tratando de resolverlos en su interior. No se trata de cambiar
únicamente el aspecto exterior, la apariencia de las instituciones, sino de
tratar de modificar la naturaleza misma del hombre, haciéndole aspirar a metas
más elevadas.
Naturalmente, para convertirse en un verdadero
legionario no basta con hacer profesión de serlo; es preciso que se evidencien
aquellas transformaciones que pueden desarrollar armónicamente las diversas
cualidades del hombre. El Movimiento Legionario es una aspiración a la
perfección y como tal exige de sus militantes seriedad, honradez y valentía,
junto al repudio más absoluto, lo mismo en política que en la vida privada, de
la deslealtad como sistema de lucha.
«Camina únicamente por la senda del honor. Lucha. No
seas nunca vil. Deja a los otros la senda de la infamia. Es preferible caer con
honor que vencer con infamia. Guardaos, oh rumanos, de esa locura espantosa que
es la villanía. Toda la inteligencia, todo el estudio, todo el talento, toda la
educación no servirían de nada si fuésemos viles. Enseñad a vuestros hijos a no
emplear nunca la vileza, ni contra el amigo ni contra el mayor enemigo, porque
obrando así no venceríamos y seríamos más que derrotados, seríamos aplastados.
Ni siquiera contra el villano y sus métodos viles hay que emplear las mismas
armas, porque si venciéramos habría un cambio de personas, pero la villanía
permanecería inmutable. La vileza del vencido sería sustituida por la vileza
del vencedor, pero en sustancia la misma vileza dominaría el mundo. Las
tinieblas de la vileza no pueden ser desgarradas por otras tinieblas, sino
únicamente por la luz que emana del alma de un hombre valeroso y honrado.»
La educación del «hombre nuevo» debe tender sobre todo
a darle conciencia de los deberes cívicos y de los valores morales, además de
proporcionarle, naturalmente, un bagaje cultural y conceptual con el que hacer
frente a las necesidades de la vida. La diferencia con la educación entendida
en sentido burgués o marxista es más que evidente; no se reduce a una simple
obra de profundización o de sensibilización, ni busca un adoctrinamiento
acrítico y dogmático. Aspira a algo más hondo y más sugestivo: a hacer
partícipe al individuo de la realidad en la cual vive, a convertirle en un
centro de irradiación espiritual y no sólo cultural, a estimularle hacia
síntesis nuevas y atrevidas, a dirigirle hacia metas que alcancen valores
perennes.
Para la mayoría de los hombres, uno de los principales
incentivos para la acción y para la lucha es el interés personal. Codreanu está
en completo desacuerdo con esta mentalidad. El deseo de enriquecerse, el lujo,
el ansia desordenada de placeres, son sin duda factores importantes en el determinismo
de las acciones humanas: pero lo son en sentido negativo. Hay que esforzarse
por cambiar de rumbo, condicionando la idea de élite, no a la de éxito,
popularidad, fortuna, sino a la idea de sacrificio, de vida áspera, severa,
austera. Este debe ser el camino de la elevación. Las comodidades, el lujo, la frivolidad,
señalan el camino de la decadencia de los pueblos.
«Debemos vivir una vida de pobreza, ahogando en
nosotros el deseo de las riquezas y cualquier tentativa de explotación del
hombre por el hombre. Cada vez que me he encontrado ante un sacrificio de la
Legión, me he dicho a mí mismo: cuán terrible sería que sobre el sacrificio
santo y supremo de tantos de nuestros jóvenes se instalara una casta de
vencedores cuyas puertas estuvieran abiertas a los negocios sucios, a las
orgías, a la explotación de los demás.»
No hace falta insistir aquí en la función
insustituible y en el significado moral que Corneliu atribuye al trabajo, desde
el más humilde y fatigoso hasta el de más empeño y mayor responsabilidad. Por
otra parte, sus campos voluntarios de trabajo continúan siendo lo que de más concreto
y más asombroso había sabido expresar una generación que se impuso como
finalidad decir no a las palabras de los retóricos, actualizándose y
expresándose en los problemas reales del país.
He aquí cómo describe la obra de Codreanu uno de sus
colaboradores más íntimos, que tuvo ocasión de apreciar muy de cerca la
influencia de la personalidad del Capitán sobre la mentalidad y sobre las
costumbres rumanas.
«En el país de la evasión de toda responsabilidad,
ahogado por tantos perillanes y parásitos sociales, Codreanu instauró la
escuela del hombre de honor, del hombre que no miente, del hombre justo, digno,
correcto, alegre, dedicado al trabajo y que sabe asumir los propios riesgos.
Instauró además el principio de que ningún trabajo es vergonzoso, y eliminó
inflexiblemente de su organización a los depravados, a los holgazanes, a los
granujas, a los vanidosos, a los chismosos y los deshonestos.»
No debemos considerar en absoluto al «hombre nuevo»
como desgajado de la realidad circundante, cristalizado en sus arquetipos
ideales, indiferente a todo lo que no le afecte en su integridad espiritual.
Codreanu no es ciertamente el que se encierra en una torre de marfil para admirar
la propia superioridad intelectual y moral, no se abandona al sarcasmo, no
compadece ni desprecia a la multitud que se afana en buscar en el dinero o en
el placer el significado de la propia existencia. Confía en la evidencia del
ejemplo; cree sobre todo en la fuerza del sacrificio, entendido como testimonio
y como reafirmación de una fe.
Dando por sentado que el interés no puede realizar la
armonía, ni en el corazón de los hombres ni en el contexto de una nación, sino
que representa un motivo de discordia y de perturbación social, queda por
analizar cuál es el elemento capaz de conseguir esa síntesis. Codreanu cree
localizarlo en la adhesión del propio ser a las enseñanzas del Cristianismo y
sobre todo en una gran capacidad de amor:
«El interés es la expresión de la naturaleza animal
del hombre; el factor de armonía, capaz de sublimarlo y de asignarle una misión
no puede ser otro que su espíritu. El elemento regulador de la vida política,
social y económica tiene que ser el amor. El amor aplicado positivamente
significa paz en nuestros espíritus, en la sociedad y en el mundo.»
Partiendo de esa premisa, el «hombre nuevo» y el
legionario se sitúan en profunda antítesis con el viejo mundo político; se
explica así la instintiva desconfianza de todos los partidos rumanos, desde la
derecha hasta la extrema izquierda, ante el movimiento codreanista. Esta
bastarda concentración de fuerzas dio cuenta del entusiasmo y de la juventud,
ahogando en sangre el sueño de toda una generación.
Nuremberg nos enseñaría después que los vencedores, no
sólo se equivocan siempre, sino que la mayoría de las veces son también unos
criminales de paz.
“Codreanu: El Capitán” – Carlo Sburlati. Ediciones
Acervo 1970. Págs 52-54