En Cabildo, de julio del 2008, mi hermano Mario Caponnetto escribía un artículo
titulado “La Idiota Cristina”(cfr.http://elblogdecabildo.blogspot.com/search?q=La+idiota
). Seis años después, seguramente bajo el influjo benéfico del magisterio
fraterno, yo escribí lo mío. Fue en el n° 110 de Cabildo, publicado en
noviembre de 2014 (cfr. ibídem), en un Editorial que titulé “La idiota”, a
secas.
Comprenderá el lector que si vuelvo sobre ambos textos ahora, no es por
pretender ninguna actualidad fáctica, de inexorable fluidez, sino una validez
conceptual de carácter perenne.
LA IDIOTA
CRISTINA
Por
Mario Caponnetto
Idiotas eran los de antes. En nuestros días, según la última edición del
Diccionario de la Real Academia Española, la palabra “idiota” significa, en su
primera acepción, “el que padece de idiocia”; idiocia, a su vez, es el nombre
técnico con el que en Psiquiatría se designa el grado máximo de debilidad
mental congénita. Hay tres acepciones más: “engreído, sin fundamento para
ello”; “tonto, corto de entendimiento”; “que carece de toda instrucción”.
Dejando, pues, aparte la primera y más propia de las acepciones (que sólo puede
movernos a la conmiseración de estos pobres enfermos), el término “idiota” se
usa de modo peyorativo para descalificar a alguien tildándolo de fatuo, tonto,
torpe, indocto, etc.
Pero los idiotas de antes no eran así. En efecto, idiotes, la palabra griega
que dio origen al castellano idiota proviene de la raíz idios que quiere decir
personal, privado, particular, propio. La palabra idioma, por ejemplo, reconoce
este origen pues designa la forma particular de hablar de un determinado grupo,
pueblo o nación.
Idiota designaba, también, originariamente, lo que hoy llamamos ‘lego’, alguien
ajeno a una determinada profesión o grupo social o, simplemente, un hombre
común. Posteriormente, gracias a la continua evolución que sufren las palabras,
este significado se fue particularizando para referirse exclusivamente a una
persona que no tiene ningún oficio especializado ni conoce ningún arte, y por
esta vía se fue aproximando cada vez más al significado de persona ignorante y,
más adelante, se usó para referirse a las personas desprovistas de
inteligencia.
Pero volvamos al principio. Idiota era, simplemente, aquel que sólo se preocupaba
de sí mismo, como encerrado en sí mismo, con una incapacidad, de hecho
absoluta, de emerger de su soledad y solipsismo. La idiotez, en el fondo, era
algo parecido a un cierto autismo como decimos hoy. El idiota resultaba, de
este modo, la antítesis del hombre público, preocupado por los asuntos
políticos. Entre los griegos y los romanos la vida pública competía al verdadero
ciudadano, al hombre eminente; de allí que los idiotas permanecían, de hecho,
excluidos de la Polis o Civitas y, por ende, desprovistos del honor y la honra
del hombre público. Los estoicos, por su parte, veían como una obligación del
hombre sabio ser un ciudadano, un hombre público; por esta razón despreciaban a
los epicúreos para quienes poco valía e interesaba la vida política.
Por eso es importante conocer el origen de las palabras para aplicarlas
con propiedad. En este sentido, nos animamos a afirmar que la Sra. Presidenta
de la Argentina es una idiota. Pero no, desde luego, una idiota de las de ahora
sino de las otras, de las de antes. Pues en este noble y arcaico sentido la
palabra idiota nos parece la más adecuada para designar las actitudes y el
talante de nuestra Primera Mandataria.
La Sra. Presidenta, en efecto, no tiene el menor signo de padecer la penosa
y temible enfermedad de la idiocia. Por el contrario, se la ve vivaz, aguda por
momentos, y su coeficiente intelectual parece corresponder al promedio normal
(aunque exhibe una cierta tendencia al pensamiento abstracto en detrimento de
aquella facultad conocida como razón particular o cogitativa de neto predominio
en el “género” al que pertenece con tanto garbo nuestra magistrada). Tampoco
puede decirse de ella que sea tonta o carente de entendimiento o de
instrucción; aunque cierta dosis de engreimiento parece aproximarla a una de
las modernas acepciones de la idiotez; pero no viene al caso.
Entonces ¿por qué decimos que es idiota a la antigua, a la vieja usanza?
Porque contrariamente a lo que puede suponerse, habida cuenta del cargo que
ocupa, Doña Cristina no tiene nada que ver con el hombre público, interesado en
los graves asuntos de la Polis, con el ciudadano (o ciudadana) abierto a las
preocupaciones de la comunidad. Por el contrario, vive en un coto ideológico,
cada vez más estrecho, confinada en los pequeños límites de un entorno
doméstico dominado por un cónyuge arbitrario y caprichoso, dueño de una mirada
oblicua, propenso a la iracundia y al berrinche fácil. Lo grave es que nuestra
Cristina supone que este espacio doméstico, tan pobre cuan insano, ese mundo
tan suyo y privado, es el país real al que le toca gobernar. He aquí su drama y
el drama de la pobre Argentina.
Esa y no otra es la razón por la que, en estos días aciagos, se la ve más
despistada y más fuera de la realidad que “piojo en peluca”, según la gráfica
expresión de un amigo español, radicalmente ajena a los graves asuntos del
Estado y a la tumultuosa realidad nacional. Pues solamente así se explica que a
pocas horas de sufrir la más contundente derrota política en el Senado, tras
cuatro meses de agitación social y derrumbe económico, Cristina se enfunde en
uno de sus vistosos atuendos, vuele a inaugurar las obras de un módico
aeropuerto de provincias, exhiba ante las cámaras un rictus psicofarmacológico
a modo de sonrisa y, encaramada en una tarima rodeada de unas decenas de
obsecuentes, deslice “cuchufletas” (como solía decir una vieja mucama) contra
los “traidores” y los lentos de espíritu que no entienden que ella, la Gran
Cristina, ha recibido, a modo de revelación, el mensaje de las últimas
elecciones y que, cual nueva encarnación de Moisés, ha sido destinada por la
divinidad democrática a conducirnos a la tierra prometida del progresismo
setentista.
“No entienden, ya entenderán, ya entenderán…” repetía con su sonrisa de
falsete y su voz un tanto afónica. No hay caso, nuestra Cristina es irremediablemente
idiota: padece una antigua, arcaica y veterana idiotez. Lo cual, puesto siempre
cuanto decimos en términos antiguos, no sería malo pues, después de todo, los
idiotas son parte de este mundo. Pero en aquellos viejos tiempos las cosas eran
distintas.
Así, por poner un ejemplo, Don Enrique de Villena, en el libro que escribió
sobre El arte de trobar o de la Gaya Sciencia, nos describe como eran aquellos
concursos de arte y teología donde los sabios discurrían y juzgaban acerca de
temas graves y profundos y premiaban los ingenios: “En el público congregávanse
los Mantenedores, e Trobadores en el Palacio; e Don Enrique partia dende con
ellos, como está dicho, para el Capítulo de los Frailes Predicadores; e
colocadas, e fecho silencio; yo les facia una Presuposicion tocando las Obras
que ellos avian fecho e declarando en especial quál dellas merecia la Joya: e
aquella la traia ya el Escrivano del Consistorio en pergamino bien iluminada, e
encima puesta la Corona de oro, e firmávalo Don Enrique al pie: e luego los
Mantenedores: e sellávala el Escrivano con el Sello pendiente del Consistorio:
e traia la Joya ante Don Enrique: e llamado el que fizo aquella Obra,
entregávale la Joya, e la Obra coronada por memoria, la qual era asentada en el
Registro del Consistorio, dando autoridad, e licencia para que se pudiese
cantar, e en público decir.
“E acabado esto, tornávamos de allí al Palacio en ordenanza, e iva entre
dos Mantenedores el que ganó la Joya e llevávale un mozo delante la Joya con
Ministriles, e trompetas: e llegados a Palacio, hacíales dar confites, i vino:
e luego partian dende los Mantenedores, e Trobadores con los Ministriles, e
Joya, acompañando al que la ganó fasta su posada: e mostrávase aquel aventage
que Dios e Natura ficieron entre los claros ingenios, e los obscuros. De donde
parece que aventage viene del vocablo italiano avante. E no se atrevian los
Ediotas.” Lo malo es que ahora los ediotas se atreven a todo.
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LA
IDIOTA
Por
Antonio Caponnetto
Si de alguna precisión terminológica nos valemos, la palabra idiota
tiene la suya, y se remonta a las fuentes lingüísticas de la vieja Hélade. De
acuerdo con las mismas, parece ser que el término comenzó designando al sujeto
egoísta, en quien los negocios particulares superaban a las preocupaciones por
la polis o simplemente por el prójimo. El provecho privado era el centro de sus
intereses y el bien común le era ajeno.
El idiota, en suma, resultaba ser un ignorante de lo esencial y un desdeñador
de lo perenne; y resultaba a la par, y en consecuencia, un espíritu tosco e
indocto apegado a las satisfacciones de sí mismo y al mundillo de lo trivial.
Era, además, no propiamente un iletrado, pero sí un personaje impío cuanto
plebeyo. Su peligrosidad —evidente otrora y ahora—se acentúa y se subraya si
por algún arcano el idiota pasara a ocupar funciones o cargos de pública
responsabilidad.
Encabalgada en la semántica, la psicopatología hizo lo suyo, llamando idiota
al que padece un retraso mental, con otros tristísimos rasgos asociados: la
desmemoria, el enanismo y el cretinismo, por citar los más desgarradores y
también los más simbólicos. No hizo falta que el vulgo leyera a los grandes
tratadistas de semejante mal para aplicar el término a quien popularmente
cuadrara, según el sentido común. Pero por si acaso todo el mundo creyera saber
lo que es un idiota, no está de más recordar estas precisiones que proceden de
la política primero y de la ética y la psiquiatría después.
Se hacía necesario el introito, porque a raíz de que el abyecto Mauricio
Macri premiara como personaje destacado de la cultura a un multimediático
degenerado, otro de su misma laya —con diferencia de crines y de lípidos,
conste— ha invitado a un colectivo rasgamiento de
vestiduras aduciendo que se premiaba a la idiotez; y que él —como
filósofo oficial del kirchnerismo— no lo podía permitir sin imprecaciones y
vagidos múltiples. El espectáculo protestatario de José Pablo Feinmann, el zaparrastroso
sofista cristínico, desgranando sus lamentaciones ante el vejamen al
pensamiento que acababa de perpetrarse, compitió en paridad de impudicia con el
bailongo de la gárgola, cuya especialidad convirtió en denostable premiado a
quien hasta ayer nomás era un socio activo y rentable del modelo nacional y
popular. Dos obscenidades confrontaban así su valía, en una puja de testas que
semejan trastes y de glúteos que ofician de mollera.
Lo cierto es que, por el camino trazado por las nobles etimologías, nada
más idiota que este gobierno y la señora que lo encarna y ejecuta.
Hundir a la patria en el flagelo de la inseguridad y de la indefensión; humillar
su señorío económico formando parte activa y lacayuna del mismo buitrismo que
se declama combatir; perseguir a la fe católica y adulterarla luego en un
trasvasamiento papolátrico oportunista; distorsionar el pasado y envasar al
vacío la realidad presente; enajenar la soberanía política en un alineamiento
atroz con el castro-chavismo; promover la contranatura del modo más insistente
y aborrecible; fomentar la inmoralidad de las costumbres, arrancar los últimos
vestigios del derecho natural y cristiano, propender a la guerra social
continua, abrir las puertas a los delincuentes y encerrar de modo inicuo a los
que combatieron al marxismo, sin más distinciones que las antojadizas
sentencias de jueces serviles; glorificar al terrorismo setentista, trocando en
próceres a los homicidas seriales; todo esto y un larguísimo recuento de
iniquidades que podrían seguirse sin pausas, no constituyen lo peor del
kirchnerismo. Lo que es mucho decir.
Lo peor —y he aquí el por qué llamamos con propiedad, idiota, a quien tamañas
ruindades moviliza— es que estas desventuras públicas ilimitadas corren
paralelas al enriquecimiento privado, al beneficio familiar, a los privilegios
parentales, a las prebendas repartidas entre hijos y entenados, al latrocinio
insaciable, al éxtasis de las cajas fuertes acumuladas en las mansiones del
clan, a incontables actos de piratería consumados para la propia corona: la de
la dinastía Kirchner, de la que algún día, no muy lejano, los verdaderos
historiadores usarán inexorablemente como sinónimo de rapiña, codicia y estafa.
Ya que a los griegos mentamos en el origen de estas líneas, con los griegos
cerremos. Del canto noveno de la “Odisea” es la referencia a los lotófagos, o
comedores de loto; un pueblo desdichado del nordeste africano que por tener al
mencionado alimento como ingesta excluyente había terminado por perder la
memoria. Lo peor es que los hombres de Ulises, a fuer de compartir tan
irrecomendable vianda, acabaron por olvidarse hasta de la misma patria a la que
regresaban y del deber del retorno anhelado; si bien pronto halló el héroe cómo
paliar tamaña amnesia, con la fuerza de su mando justiciero. También Herodoto,
en el libro cuarto de sus “Historias”, refiere la existencia de esta raza dada
al olvido y al exilio de la retentiva.
Que no nos suceda lo que a los lotófagos. Guardemos en la memoria los
males de la idiotez hoy dominante y devastadora, para impedir que se repitan y,
si fuera posible, para ponerles bozal y freno. Guardemos a la par en la memoria
todo aquello que merezca ser evocado y convocado, por la potencia de su
espíritu verdadero sin mancilla, y bueno sin fisuras y bello sin máculas ni
arrugas. Entonces, como Ulises y sus navegantes, hallaremos el camino de
regreso que conduce a la patria postergada.