El segundo comentario al Passio de San Mateo que habíamos prometido versa sobre la legalidad de la muerte de Cristo.
Hace tiempo leímos en un diario yanqui una noticia
curiosa: que los israelitas de Nueva York querían hacer una revisión jurídica del proceso a Cristo;
es decir, reunir otra vez el Sinedrio, rever testimonios y pruebas, y dictar
sentencia definitiva. No sé si se hizo. Lo curio-so sería que lo hubiesen hecho
y hubiesen condenado de nuevo a muerte al Nazareno ése, que tanto ha dado que
hacer. La verdad es que en todo rigor debían hacer eso; porque si llegaran a
absolverlo, tenían que volverse todos cristianos; o mejor dicho, ya lo serían[1].
Pero si lo han hecho, lo probable es que la sentencia
no ha sido ni guilty, ni non guilty; sino una sentencia de notproven o out of legality: nulo por irregularidad de forma jurídica. El
proceso de Cristo ha sido altamente ilegal.
El P. Luis de la Palma S. J. en su clásica obra Historia de la Pasión ha reseñado en una
página maestra las ilegalidades de ese rabioso proceso, que fue una
monstruosidad jurídica. El Sinedrio o Tribunal Supremo se reunió en el tiempo
pascual, cosa que les estaba vedada; se produjeron testigos falsos y
contradictorios; no hubo testigos de descargo; no se dio al reo un defensor; al
responder a una pregunta del juez, el acusado fue abofeteado; se tomó una respuesta del reo como prueba y el juez se convirtió en fiscal;
la respuesta del Sinedrio no se dio por votación; se celebraron dos sesiones en
el mismo día, sin la interrupción legal mandada entre la audición y la
sentencia; el sentenciado fue diferido a la autoridad romana, que ellos no
reconocían como legítima y que –como les advirtió el mismo Pilatos– no entendía
jurisdiccionalmente de delitos religiosos; la acusación promovida en el
Pretorio (“Éste se ha hecho Dios y por eso debe morir”) no era delito en ese
Tribunal; el reo fue tundido a azotes, que era el comienzo de la crucifixión,
antes de la sentencia prolata; el delito de conspiración contra el César, que
promovieron después, no era pasible de crucifixión, ni siquiera de muerte, como
lo era la sedición a mano armada y la traición al ejército imperial, cosas que
manifiestamente no hizo Cristo; y finalmente dejando otras dos irregularidades
menores, el pazguato de Pilato no profirió la sentencia oficial: Ibis ad
crucem, sino que dijo malhumorado: “Agárrenlo ustedes y hagan lo que quieran”,
cosa que un juez no puede hacer, porque es abdicar su oficio; después de haber
hecho la fantochada de lavarse las manos con lo que creyó quedar bien con Dios,
con los judíos y con su mujer; y después de haber proclamado públicamente la
inocencia del acusado: “Non invenio in eo
culpam” (“No encuentro culpa en él”), lo mandó al patíbulo.
No sé si olvido alguna porque cito de memoria; pero
con la mitad de estas irregularidades el proceso es archinulo; y el juez tenía
el deber estrictísimo de absolver al acusado; hacer administrar cuarenta menos uno a Caifás por los
malos tratamientos que había permitido infligirle; y hacer barrer a golpe de
lictor a la turba con Barrabás y todo, que al pie de la escala de mármol –no
querían pisar el pretorio para no mancharse y poder comer la Pascua, los angelitos–
bramaban como leones y toros (“Toros bravos me han cercado, líbrame de la boca
del león”, dijo el Profeta), y atropellaban el decoro del Procónsul con
amenazas absurdas. Lo único que hay que anotarle al pollerudo de Pilato es que no
recibió ninguna coima –no se acordó– cosa que no se puede decir de todos los
jueces cristianos.
Pero donde se equivoca La Palma es en enrostrar a los
fariseos todas estas fallas del “procedimiento”; en este caso no tienen
importancia maldita[2].
Si Cristo no era lo que Él decía, había que darle muerte por encima de todo
procedimiento; y eso en virtud del sentimiento religioso. Era un blasfemo; y
por cierto, el blasfemo más extraordinario que ha existido. Por eso, ellos no
tuvieron reparos en desresponsablar a Pilato: “Que su sangre caiga sobre
nosotros y sobre nuestros hijos”. Esto era un juramento tremendo, que los
latinos llamaban execración. En eso se sentían seguros: “Creían
[perversamente] hacer un obsequio a Dios”. Si el Nazareno no era Dios; ni el
pastor Eróstrato que incendió el templo de Diana de Éfeso, ni Calígula que
violó una Vestal, ni Enrique II que hizo matar a Santo Tomás Beckett en su
catedral y durante su misa, han hecho una blasfemia y un sacrilegio comparable:
“Reo es de muerte; nosotros sabemos que es reo de muerte; poco importa lo que
le digamos a este roma-nacho incircunciso”... Si la acusa de conspiración
contra el César y la subsiguiente amenaza no hubiesen surtido el apetecido
efecto, poco les hubiera importado acusar a Cristo de haber pagado tres
asesinos para matar a Pilato, su mujer y su hijo[3].
Porque la cuestión en causa no era la sedición contra
el César –que ellos deseaban con toda el alma, los hipócritas– ni si Cristo
había dicho que iba a destruir el Templo y reedificarlo en tres días –que ellos
sabían no había dicho– ni nada por el estilo. La cuestión real era: ¿Cristo es
lo que él dijo o no? Ésta es la cuestión más tremenda que se ha puesto en la
historia de la humanidad: cuestión de vida o muerte.
Todavía se pone y se pone continuamente; y la prueba
son los honestos judíos de Nueva York. El proceso de Cristo se reproduce
continuamente en el alma de cada hombre: Cristo es acusado, da testimonio de
sí, deponen contra él falsos testigos, malos sacerdotes lo juzgan y condenan,
Judas lo besa, inmundos herodes se burlan de él, y muchos pilatillos lo
crucifica-mos. Es la cuestión de un simplicísimo sí o no que se produce en lo
más profundo del alma: “Sí, es Dios. No,
no es mi Dios”. Si no es mi Dios, es reo de muerte... ¡Que desaparezca, que
sea crucificado, que sea sepultado y sellado su cadáver y que no sepa más de él
ni de su memoria!... Tremendo pensamiento.
Los cristianos creemos que la dispersión secular del
pueblo judío –que ahora se está por terminar– es la respuesta a aquella
execración de los fariseos: “Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros
hijos”. ¿Por qué “sobre nuestros hijos”?
¿No es injusto eso? Aquí hay un misterio. En realidad, todo judío que por su
culpa no se vuelve cristiano, da su aquiescencia a la condenación de Cristo;
porque ellos tienen en sus manos las Escrituras con todas las profecías (la
pieza maestra del proceso, el testigo que no se llamó) y nadie tan bien como
ellos pue-de entender de esta causa. Decir esto parece duro y tremendo; y en
realidad lo es. Pero la cuestión es ésta: o fue Dios o no fue Dios, y no hay
evasiva ni respuesta intermedia posible. O blasfemo, o mi Creador y Señor.
Dejemos en paz a los judíos si no es para rogar por
ellos, como ruega la Iglesia el Viernes Santo: demasiado han sufrido. Lo malo
es la segunda crucifixión de Cristo (“Rursum
crucifigentes Filium Dei”) que hacemos los cristianos. En mi propia vida
tengo bastante que consi siderar; pero eso no es para contarlo aquí. Pero en la
vida pública de las naciones llamadas cristianas, desde la Reforma acá, un
largo e infausto Vía Crucis ejecuta al Cuerpo Místico de Cristo. Los caifás,
los judas, los pedros, los herodes, los pilatos se multiplican; y todos los
gestos de aquella nefasta hazaña se reproducen simbólicamente: se lo niega, se
lo calumnia, se lo impreca, se lo azota y se lo crucifica. Y se lo sepulta.
Las naciones parecen en camino de crucificar
nuevamente a Cristo; y de gritar al cielo: “que su sangre caiga sobre nosotros
y sobre nuestros hijos”.
Hasta el cielo en dolor anegado
llega el grito de un ruego execrable,
cubre el ángel su rostro espantado,
dice Dios: “Yo lo voy a cumplir”.
Y esa sangre, que el padre imprecaba,
a la prole infeliz aún enlima
que hace siglos la lleva y de encima
no la pudo hasta hoy sacudir...
“Padre nuestro, pues tanto le cuesta
por Él cese tu ardor vengativo
de los ciegos la insana respuesta
vuelve en bien, oh piadoso Señor”.
Sí, esa sangre sobre ellos descienda
pero en lluvia que limpie sus lodos.
Todos hemos errado, y de todos
esa sangre redima el error[4].
[1] Esta noticia ha dado origen a
una obra dramática: El Proceso de Jesús, que se está viendo mucho ahora, año
1957, en Buenos Aires.
[2] Esta sentencia es de Santo
Tomás de Aquino.
[3] Pilato no tuvo hijos en vida;
aunque después de muerto ha tenido muchos hijos adoptivos.
[4] En la Argentina se ha visto mucho una
película “hollywoodense” llamada El Manto Sagrado, en la cual el proceso de
Cristo y sus promotores está escamoteado; y la idea que saca el vulgo es que a
Cristo lo mataron los romanos; es decir, ¡los fascistas!; y que Cristo murió
por la “democracia”. Han aplicado a la teología la técnica de los dibujos
animados: el manto (no la túnica, que es lo que los soldados echaron a suertes)
obra brujerías; pero no se sabe si Cristo es Dios, o qué. La “cinta” está
inspirada por ese neo-mahometismo culto que parece ser la teología de una gran
parte del pueblo yanqui; conforme a lo que predijo hace más de un siglo y medio
el conde Joseph de Maistre: “El protestantismo vuelto sociniano [negada la
divinidad de Cristo] o se diferencia ya esencialmente del mahometismo”. También
se ha visto muchísimo aquí El Proceso a Jesús, de Diego Fabbri, pieza teatral
que como obra de arte es muy deficiente y como sermón en pro de Jesucristo
–intención del autor– nos parece ineficaz.
Leonardo Castellani: “El Evangelio de Jesucristo”. Ed. Vortice 1997.
Pags. 159-162.
El Padre Castellani ha alcanzado alturas místicas sublimes.
ResponderBorrarYa deberia iniciarse el proceso de su Beatificación.
Juan Pablo II beatificó o canonizó a 900 santos.
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