[Mc. 16, 1-7] Jn. 20, 1-9 | 1956
En el Domingo de Resurrección la Iglesia
lee sencillamente siete versículos del último capítulo de Marcos que narra la
ida de las Santas Mujeres con sus bálsamos ya inútiles al Santo Sepulcro, que
encontraron vacío; y la aparición de un jovencito (de un “ángel”, dice Mateo;
de “dos hombres en vestes lúcidas”, dice Lucas) que les anuncian la Resurrección
y les dan orden de avisar a Pedro y los Discípulos; cosa que ellas no hicieron
de miedo. Cuando les pasó el miedo, por la aparición de Cristo mismo, avisaron
y no las creyeron. Las mujeres eran: María Magdalena, Juana, la otra María, madre de Santiago el Menor, Salomé,
madre de Juan “y otras”.
Quienes primero vieron a Cristo fueron
mujeres, en este orden: primero, su Santísima Madre; después, la Magdalena;
después, el resto del grupito que llama el Evangelio “synelee-lythyiai ek
tes Galilaias” (“las que lo escoltaban desde Galilea”), una especie de rama
femenina de la Acción Católica de aquellos tiempos. Y nadie las creyó: “según
dicen las mujeres”, le dijeron los dos discípulos de Emmaús al Misterioso
Peregrino, y en ese momento él se les enojó, y les dijo: “¡Oh cabezaduras!”.
Pero, lo mismo, en la Iglesia primitiva se siguió invocando el testimonio de
los varones, como lo hace San Pablo en su Primera Carta a los Corintios (XV,
4): “Resurgió al tercer día según la Escritura, y fue visto por Pedro y luego
por los Doce; después fue visto por más de 500 hermanos juntos [el día de la
Ascensión], de los cuales están vivos los más hoy día y algunos murieron ya;
después fue visto por Jácome y por todos los Apóstoles; y el último de todos,
como un abortivo, fue visto también por mí”. Eran un poco cabezas duras estos
israelitas; y más dispuestos a negar todo que a ver visiones.
Si yo dijera aquí la Resurrección de
Cristo es el suceso más grande de la Historia del mundo, repetiría un lugar
común; pero no rigurosamente exacto, si se quiere.
La Resurrección no es un suceso de la
Historia, porque está por arriba de la Historia de los hombres; lo cual no
quiere decir que los testimonios que tenemos de ella no sean rigurosa-mente
históricos; pero quiere decir que es un suceso trascendente, como la
Encarnación misma y todos los Misterios. Son objeto de la Fe. Los sucesos
históricos, rigurosamente demostrables y que no se pueden racionalmente ni
negar ni tergiversar, nos ponen delante de una afirmación enorme y nos invitan
a hacerla; y somos nosotros quienes la tenemos que hacer. Hay un paso que dar;
o un salto, mejor dicho: un salto obligatorio por un lado; y por otro,
libre. Si a mí me hacen la demostración del binomio de Newton o el teorema de
Pitágoras, yo no soy libre de aceptarlos o negarlos; me veo intelectualmente
forzado a admitirlos. Si me hacen la demostración de la Resurrección de Cristo,
aunque en su plano sea tan racionalmente completa como las otras, yo soy libre
de creer o no creer. Por eso la fe es meritoria: porque su
objeto no es natural sino sobrenatural.
En una Historia Universal, la más
popular que existe en el mundo, y que fue propuesta por el autor nada menos que
para libro de texto de todas las escuelas de Inglaterra, se da cuenta de la
Resurrección de Cristo con estas palabras:
La
mente de los discípulos se hundió por una temporada en la oscuridad. De repente
surgió un susurro entre ellos y varias historias, historias más bien
discrepantes, que el cuerpo de Jesús no estaba en la tumba en que fue colocado,
y primero éste y después estotro lo habían visto vivo. Pronto ellos se hallaron
consolándose con la convicción de que se había levantado de entre los muertos,
que se había mostrado a muchos y ascendido visiblemente a los cielos. Testigos
fueron hallados para declarar que positivamente lo habían visto subir el cielo,
Él se había ido, a través del azur, a Dios...
Ésta
es la versión que da del suceso básico de la fe cristiana la impiedad
contemporánea. Mientras se mantiene en esa maliciosa vaguedad, el absurdo no
salta a los ojos; pero cuando quieren determinar la historia de la
explosión de la mañana de Pascua, entonces cuentan ellos como nuevos
evangelistas “varias historias, historias más bien discrepantes”: unos dicen
que Cristo en realidad fue enterrado vivo; y en consecuencia se despertó en su
sepulcro, se liberó de mortajas y vendas, rodó la gran piedra de la entrada y
huyó, desnudo y con una lanzada en el corazón; otros dicen que el cadáver se
pudrió en su sepulcro y todo lo que vieron Apóstoles y discípulos, incluso en
las orillas del lago de Galilea, fueron “alucinaciones visuales y auditivas”
–táctiles también, en el caso de Santo Tomás el Desconfiado–; otros,
finalmente, que los Apóstoles robaron el cuerpo y lo escondieron, “que es lo
que dicen hasta hoy los judíos”, advierte San Mateo.
Von
Paulus, Reimarus, Meyer, Schmiedel, Kirsopp Lake, Renan... La escuela de París, la escuela de
Tubinga, la escuela de Marburgo...
Hay que explicar de algún modo “racional”
esa historia extraordinaria. Entonces toman los cuatro Evangelios, y con un
lápiz colorado van borrando todos los versículos o perícopas que ellos quieren;
y con lo que les queda, escriben pomposamente una Verdadera Historia de
Cristo. Pero salta a los ojos que de unos documentos tan
extraordinariamente mentirosos como serían los Evangelios en ese caso, no se
puede uno fiar en nada; y que la única consecuencia lógica sería negar incluso
la misma existencia de Cristo; que es adonde han llegado algunos, llamados
“evhemeristas”, como Baur, por ejemplo.
Pero negar la existencia de Cristo es
mucho más difícil que negar la existencia de Julio César, de Napoleón Bonaparte o de Sarmiento. Ese salto de
la fe es difícil de dar, algunos prefieren empantanarse en el absurdo.
“Increíble es que Cristo haya resucitado
de entre los muertos; increíble es que el mundo entero haya creído ese
Increíble; más increíble de todo es que unos pocos hombres, rudos, débiles,
iletrados, hayan persuadido al mundo entero, incluso a los sabios y filósofos,
ese Increíble. El primer Increíble no lo quieren creer; el segundo no tienen
más remedio que verlo; de donde no queda más remedio que admitir el tercero”,
argüía San Agustín en el siglo IV. La existencia de la Iglesia, sin la Resurrección
de Cristo, es otro absurdo más grande.
Leyendo los disparates de los
seudosabios incrédulos, recuerda uno el final de la oda de Paul Claudel a San
Mateo, en la cual el poeta lo pinta escribiendo pacientemente, con el mismo
instrumento de su oficio que le sirvió para hacer números y cuentas, su
testimonio seco y descarnado:
Y a veces nuestro sentido humano se
asombra, ¡ah! es duro, y querríamos otra cosa.
¡Tanto peor! El relato derechito
continúa y no hay corrección ni glosa.
He aquí a Jesús más allá del Jordán, he
aquí el Cordero de Dios, el Cristo.
El que no cambiará; he aquí el Verbo que
yo he visto.
Sólo lo necesario es dicho, y por todo
una palabrita irrefragable
tranca a punto fijo la rendija de la
herejía y de la fábula,
manda un camino rectilíneo entre los
dos,
de los que niegan que fue un hombre, de
los que niegan que fue Dios,
para la edificación de los Simples y la
perdición de los Complicados,
para la rabia, agradable al cielo, de
los sabihondos y los curas renegados.
Leonardo Castellani: “El Evangelio de Jesucristo”. Ed. Vortice 1997. Pags. 163-166.
El Padre Castellani, con su profunda sabiduria, es una prueba de la existencia de Dios.
ResponderBorrarTal cual.
BorrarSabiduría + mitología.
BorrarEl único mito verdadero.
BorrarNo es fácil entenderlo al Padre Castellani
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