Este libro era la última obra inédita del autor,
escrita cuando ya jubilado (en virtud de que fuera nombrado Profesor Emérito),
le fuera encargado un curso de Ética para la Facultad de Filosofía y Letras de
la UNC. El curso fue confeccionado teniendo el maestro setenta y tres años y
mucho después, ya cerca de su muerte, él mismo lo entregó a sus herederos para su
publicación póstuma.
Resulta evidente en la obra el estilo “oral” del
“curso” (de hecho, el editor ha cambiado la palabra “curso” con que el autor se
refería a lo escrito y que estaba en el original, por “libro” en el texto
final), que no es desmedro de su estilo sino que, por el contrario, lleva las
notas vivas de un urgente llamado para que la ética no sea un pesado asunto de
manual aristotélico, sino que, partiendo de una muy amena reflexión sobre las variantes
que de ella ha propuesto la historia, proponga al auditorio (hoy lectores) una
“conversión”. Así es; hablamos de una ética que necesita una “conversión” para
ser vívida, para ser connatural al sujeto.
A cada página se resalta el concepto de que la moral
es no sólo el necesario resultado de una religión (pero no sólo de una religión
que se expresa en la materialidad de una doctrina), sino de una religión que necesariamente
debe vivirse por una compenetración sobrenatural con la
vida de Dios, luego de un paso purificante y
expiatorio de nuestras faltas, del pecado.
Y no se refiere a una simple conversión espiritual
indefinida o difusa, ya que esta propuesta de una internación en la Vida misma
de un Dios Vivo resulta exclusiva de nuestra religión Católica, la revelada por
Dios de una vez y por los siglos: “La formalidad de la religión verdadera es la
instalación en el espíritu humano de esa fuerza sobrenatural y transfiguradora
que la Iglesia Católica llamó la Gracia”. Es decir que, sin más vueltas, el
autor remite a una conversión al catolicismo para explicarse e instalarse en
una verdadera postura ética y no tiembla de traer al claustro laico- y a la
filosofía- además del útil concepto de pecado (sin el cual nada se entiende),
el tema imprescindible de la Gracia (que todo lo culmina). Ambos “enormísimos
detalles” desconocidos (quizá apenas intuidos en algunos) por los griegos.
De esta manera, como en todo el transcurso de su
magisterio dentro y fuera de un ambiente religioso, Rubén Calderón Bouchet
logra escapar de aquella trampa de la que hablaba el Padre Calmel; la de que
los oradores, la más de las veces suelen ser influidos por el auditorio con más
fuerza transformadora que la que creen ellos producir (¡tonta vanidad!) al auditorio.
Terrible paradoja que ha llevado a la dilución de la testimonialidad en
muchísimos profesores católicos, descarrillados hacia un lenguaje naturalista
(y de allí a un convencimiento semi-naturalista) para no chocar con ese mundo
orgullosa y hasta agresivamente ateo que componen las universidades desde hace
mucho tiempo.
La ética que cultivan los enseñantes católicos
vergonzantes ha pasado a ser un asunto de la antigüedad griega y su adalid
intelectual será Aristóteles, capirote pedante que los lleva a la “zona de
confort” de no tener que hablar de la Iglesia, de su Magisterio expresado con
anatemas y de sus Papas sentados en la Gran Cátedra de Pedro con el dedo alzado
(que es finalmente la analogía principal de la cátedra universitaria). De no tener
que pronunciar, muertos de amor, el Ecce Homo al que está obligada toda
antropología. De ellos dirá el autor. “Un filósofo cristiano que hace de cuenta
que no hay revelación de Dios para poder especular de acuerdo con una razón
libre de compromisos sobrenaturales, podrá ser un excelente razonador, pero
indudablemente ha dejado de ser cristiano en la línea de su reflexión
metafísica. En verdad razona sobre un universo que ha perdido el sentido de su
significación más profunda.”
De igual manera que se anuncia sin complejos ante el
auditorio variopinto de una universidad laica como moralista católico, deja
bien claro los requisitos que se exigen sine qua non para serlo: “…un hombre cuya
razón está perfeccionada por un conocimiento que recibe de lo Alto y al que
tiene acceso por la Fe”, ¡por supuesto¡ pero aún más, ¡más alto!; se es un
intelectual católico en la medida que “.. en el proceso de su dinamismo
específico”… recibe… “una energía restauradora que lo hace partícipe de la vida
divina, pero con una participación que excede aquella que por su naturaleza le
corresponde”. Y esta GRACIA, vivida por quien la practica y la predica, es
finalmente la verdadera fuente que hace posible la vitalidad de una ética que
solamente desde allí se salva de ser letra muerta y hueca oratoria de empingorotados
moralistas, o de iusfilósofos de gabán y sombrero que señalan modelos
momificados precristianos, porque no se atreven a mostrar al Modelo Vivo so
peligro de parecer locos y, subrepticios como Nicodemo, visitan al Señor en la oscuridad
del crepúsculo tomando con amarga ironía el consejo de “nacer de nuevo”. El
“viejo coronel” como solían llamarlo los amigos, aunque resulte un tanto
chocante lo que expreso, custodiaba su estado de gracia como un elemento
imprescindible de su actividad intelectual, como el guerrero vela sus armas.
¿Cuál es el secreto por el que nuestro intelectual
católico pudo dar este testimonio en medio de una Universidad laica y hasta
“zurda” (violenta en algunos años)? En primer lugar porque el llamado lo hacía
con el respeto y el pudor de un hombre que habla de moral y se sabe imperfecto,
que habla de religión y se sabe pecador, pero que él mismo es un “converso” que
está impregnado (y es evidente a todos) de aquello que como profesor “profesa”
(resulta irónico la actual tendencia a un profesorado que nada profesa). Que a
cada momento llama a compartir un bien espiritual con el mismo modo de quien
invita a otros a compartir una comida íntima y hogareña, por él mismo sazonada
y cocida. Habría que ser un bastardo para no agradecer el gesto y eso sí que lo
obtuvo, mucha gratitud, sin que podamos, en pos de agrandar innecesariamente la
figura, irrogarle conversiones en el medio universitario (que muy pocas o nada
las hubo, pues como reza el dicho “cuando Dios no quiere, ni el santo puede”), salvo
que, en muchísimos de ellos dejó el recuerdo imborrable de haber conocido a un
católico de ley, como una agradable rareza. Experiencia que seguramente no será
en vano cuando el estrépito de la existencia se vaya apagando y, recordando a
aquellos que supieron “ser” cabalmente a nuestro rededor, llorando el tiempo
del “no ser” en la banalidad, enfrentemos en profundidad esos instantes eternos
de una final purificante agonía. Quien de verdad cree, siempre agoniza.
Su apostolado
es sapiencial pero también es testimonial, y sobre todo es adecuado a su
condición de laico, evitando el “sermón” que no le corresponde ni a su estado,
ni al lugar. Es el apostolado de aquellos hombres formados en el estilo de la
derecha católica francesa que en la modernidad, que falsifica todo lo sagrado,
no usurpa la acción propia de los sacerdotes (que es profanación), sino que lo
hacen desde el logro de una erudición sería, profunda y verdadera de sus
ciencias; con el vigor y la fortaleza que da el asentarse en una formación
profusa que reconoce una ciencia enraizada en una certeza que no es propia, ni
sufre nuestros desfallecimientos, sino aportada por Quien dijo con la autoridad
de Su Sacrificio, Yo soy la Verdad. Que además no hacen de su religiosidad una diatriba
acusatoria ni una experiencia doliente de los tiempos, sino un elegante y
humoroso “desplante” de quienes, a pesar de todo, se saben con resto ante un
mundo que los quiere lacrimosos derrotados. Argentino como pocos, gaucho de estirpe,
enfrenta (y la palabra es más que nunca adecuada para dibujar su noble caminar
con frente alta) como su amado Don Segundo Sombra, a un mundo que lo ha
condenado a la intemperie, pero que habiendo desalojado también a Cristo de sus
templos ominosos, nos ha dejado con el frio del chubasco que templa y fortalece
el carácter del arriero, en la mejor Compañía. Al dulce rescoldo de Su fuego.
Haciéndose con todos humanamente cercano y a la vez
distante en la evocación de encarnar una antigua nobleza que no se alcanza a comprender
del todo, cosa que los hombres modernos rechazan por exigida postura y hasta
por envidia, pero que indefectiblemente extrañan en un rincón cordial; ninguno
pudo dejar de reconocer el carácter “amoroso” de su magisterio. Es cierto que
la llamada tranquila de su entera obra hacia la conversión, en este último
libro se delata “urgente” - como dijimos más arriba - con una urgencia que toma
un tono abruptamente teológico, en que la dimensión sobrenatural que tiene todo
su trabajo intelectual salta en cada conclusión por sobre la atención al discípulo,
para hacerse, por momentos, oración. Es urgencia que se nos sugiere adoptar y
es suya en lo personal más que en otros libros, producto de una edad que desbasta
la ciencia dejándola en sabiduría; sabiduría que ya dirige a rienda firme la
marcha de la vida hacia la muerte, que tiene algo del aire de su pampa aspirada
en el galope de un caballo; que a pesar de la vejez le acaricia la cara con la
brisa del Dios que alegra su juventud.
Que lo hace - por fin - proto-agonista de su íntima
amistad con Cristo.
Protagonista de una historia que se plenifica en el
amor hogareño al que se vuelve para compartirla, pero… en la que un Dios celoso
le preparaba el más amargo capítulo de renuncia y desprendimiento que puede
exigírsele a un Adán enamorado, y para el cual, sin saber que será peor que la
propia muerte, aquella Amistad se fortalecía para ser compartida por dos corazones
traspasados.
Y su enseñanza fue amor por sus discípulos, pero fue
amor por la Iglesia, y con esto nos referimos a una enseñanza que no sólo
busca, como lo hace toda su obra, resaltar y transmitir la enseñanza perenne
del Magisterio en estas materias (y no alguna individual originalidad), sino
que de una forma ya desaparecida en los claustros universitarios y desafiando sin
complejos la erosión que la apostasía clerical ha producido en el crédito
público, da testimonio personal de su adhesión filial, sin desmedro e
indiscutida a la Iglesia de Nuestro Señor Jesucristo, de la cual, él confesó haber
pretendido con su obra hacer “una apología de la Iglesia”: “El cristianismo
trajo para el hombre una promesa que, cuando no es aceptada de acuerdo con los
parámetros del Magisterio de la Iglesia, se convierte fácilmente en motivos de
extravagancias y de aspiraciones a retozar en las amplias praderas del antojo”.
Podemos asegurar que ya no quedan profesores laicos de
este tamaño, que los poquísimos que no han defeccionado en la verdadera vocación
intelectual cristiana de expresar sus ciencias dentro del marco luminoso de la
fe, a cara descubierta y con el testimonio vital de la mayor y posible
coherencia en todos los ámbitos de la existencia - aún dentro de nuestra
debilidad - han sido vomitados por el sistema educativo. Sistema comandado por
vulgares mediocres con tramposos saberes ganados en la astucia de los
agitadores y no en la reflexión de los grandes maestros, súcubos del poder
masónico y anticristiano. Y fueron expulsados aun cuando las almas, hasta las
más infieles, habitantes de un infierno que ya han comenzado a experimentar en
la tierra, extrañarán, por siempre sedientas, un magisterio de ese calibre. Ni
se quiere pensar en el aullido desesperado y reclamante que los condenados
harán contra aquellos que han defeccionado por propia voluntad al Magisterio,
en todas sus expresiones.
Pero recordando la enseñanza de Calderón Bouchet sobre
que toda decadencia supone enemigos externos y defecciones internas, y no hay que
menospreciar a ninguno de los dos elementos en la ponderación del hecho
histórico; la claudicación testimonial de la enseñanza católica de nuestro
tiempo también se explica en la dificultad que tenemos para mantenernos en
gracia de Dios, enorme y verdadera catástrofe de la época, más grande que todas
las guerras y por la que se han desperdiciado grandes intelectuales y han
pasado a relucir humildes pequeñuelos que evocan, en este crepúsculo de la
creación, el añorado levante al son de un susurrado Magnificat.
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Esta publicación la dedicamos sus hijos al cumplirse
diez años de su fallecimiento, cada vez más asombrados por el privilegio de
haberlo tenido. Edición lograda gracias a la pródiga audacia de Don Felix de la
Costa y a los oficios de diseño y corrección de esta gran familia de arrojados
a la intemperie que es la FSSPX, a cuyo rescoldo hemos vivido y hemos podido
permanecer extrañamente todos unidos con hijos y nietos en la Fe. Sabidos que
lo logramos, sin méritos, primeramente por la misericordiosa Providencia de
Nuestro Señor Jesucristo, pero como causa segunda, por la fuerza del compromiso
de devolver en algo el honor que nos hizo al haber sido nuestro Padre. En la
esperanza de que el cielo, más allá de los consuelos espirituales que no
podemos imaginar, por el misterio de la resurrección de la cuerpos nos permita
el carnal capricho de volver a tocar sus manos torpes, besar su noble frente y
darnos el gusto de escuchar de sus voz tremendas verdades insondables.
DARDO JUAN CALDERÓN
Vistalba, primavera del 2023
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