Primera Parte
Dadas las circunstancias que son del dominio público,
se han reflotado algunos textos de San Pío X conteniendo indicaciones o
instrucciones para orientar la acción política de los católicos. Los
divulgadores de dichos textos (bien conocidos por los estudiosos de estas
cuestiones arduas), suelen omitir –con la mejor intención y legítimo afán de
ayudar a los fieles- por lo menos dos detalles, no menores a nuestro juicio.
El primero, que dichos textos de San Pío X toman la
forma de lo que hoy llamaríamos, si se nos permite el lenguaje actual,
acompañamiento pastoral a una porción específica de la grey católica: la grey
madrileña de principios de principios del XX. Estará bien capitalizar esos
textos para el presente o apropiarse de ellos para que presten un servicio en
nuestros días.
Pero el recaudo de contextualizar esas enseñanzas en
tiempo y espacio es ineludible. Y si tal recaudo no se toma es más la confusión
que la claridad lo que se sigue.
El segundo detalle generalmente omitido es que la
categoría “liberal” o la afirmación de ser un partidario del “liberalismo”, que
menciona San Pío X, no aplica necesariamente a lo que hoy existe bajo ese
rótulo. Diríamos más: no aplica casi en absoluto. La razón más evidente
y más sintética que podemos dar, es que el liberal de aquí y ahora (en la
Argentina de octubre-noviembre de 2023, en vísperas de un balotage electoral)
se define libertario, y que su programa es una mezcla repugnante y monstruosa
del liberalismo con el anarquismo.
Si el papa San Pío X se dirigiera hoy a los católicos
para instruirlos sobre sus relaciones con estos personajes siniestros, no
quedan muchas dudas de que su expresiones, lejos de contener algún pedido de
mitigación de las condenas o de afabilidad en el trato, serían categóricamente
fulminantes. No hay forma de servir a la vez a dos señores.
Hace unos años, concretamente en el 2014 y 2015, con
ocasión de un debate que suscitó mi libro “La perversión democrática”,
recientemente reeditado, me ocupé de las consignas de San Pío X en materia
política. Y quedé gratísimamente sorprendido al constatar que el gran pontífice
era el que más se había preocupado por presentarle a los católicos una
respuesta concretísima, táctica y estratégica, a la famosa pregunta sobre lo
que hay que hacer en política. Lo esclareció, principalmente, en tres
documentos cuasi desconocidos: el motu proprio Fin dalla prima nostra de
diciembre de 1903, la encíclica Il fermo proposito, del 11 de junio de 1905, y
otra más titulada Pieni l’animo di salutare timor, del 28 de julio de 1906.
Es lamentable que no exista una difusión analítica
adecuada de estos textos, de raigambre universal, y que en su lugar primen las
instrucciones ocasionales para resolver poco menos que un motín entre dos
facciones de la “derecha” católica madrileña de principios del siglo pasado.
Vamos a reproducir a continuación unos fragmentos del
volumen primero de mi libro “La democracia: un debate pendiente”(Buenos Aires, Katejon,2014,p.
69 y ss). Lo haremos suprimiendo ciertas alusiones personales, que no nos
parece prudente reflotar ahora:
El caso del que nos hemos ocupado en La perversión
democrática no es el del Papa San Pío X avalando el sufragio universal, ni la
partidopolización, ni siquiera el de la evaluación moral del acto electoral o
partidocrático. Mucho menos el de San Pío X “instando a participar” en los
meandros coyunturales del régimen masónico. Es un caso mucho más acotado y
ceñido, en tiempo y espacio: el de la mediación doctrinal y prudencial que le
tocó hacer, sobre la cuestión del mal menor, en carta fechada el 20 de febrero
de 1906, dirigida al Obispo de Madrid.
El Papa tuvo que intervenir en una reyerta suscitada
por una diversidad de notas polémicas aparecidas en la revista Razón Española,
durante el año 1905. Las notas –como ya adelantamos- eran principalmente sobre
la doctrina del mal menor; y sus protagonistas el Padre Venancio Minteguiaga y
el Padre Villada, jesuitas y casuistas ambos. En el debate intervino Nocedal y
algún
otro representante de la llamada escuela integrista, y
cuando el enredo parecía no tener fin y el tema en litigio era acuciante, tomó
la palabra San Pío X, a pedido del obispo madrileño.
Entonces, y tras analizar los pormenores de este caso,
sostenemos lo siguiente [tomando a continuación la cautela de poner en negrita
lo que es textual del Pontífice]:
San Pío X campea por encima de la disputa suscitada
por las notas de Razón Española. No se inclina por la doctrina del mal
menor ni por el principio del doble efecto, sino por un consejo prudencial
aplicable a un tiempo y a un espacio determinado. Afirma que la doctrina del
mal menor comunicada por Minteguiaga y Villada nada contiene ‘que no sea
enseñado actualmente por la mayor parte de los Doctores de Moral’, y llama
a los católicos a deponer ‘las antiguas discordias de partido’ para
luchar en beneficio material y espiritual del país. Ninguna casuística asoma en
su carta al Obispo, ni preceptiva que cueste descifrar, ni longitud de palabras
innecesaria. Ninguna táctica malminorista ni tibieza de procederes. ‘Tengan
todos presente –dice- que ante el peligro de la religión o del bien público, a
nadie es lícito permanecer ocioso. Es menester que los católicos […] dejados a
un lado los intereses de partido, trabajen con denuedo por la incolumidad de la
religión y de la patria”. Es decir, no al abstencionismo o neutralismo
político, y no al partisanismo disociador.
En consecuencia -y condescendiendo a un terreno más
acotado y operativo, puesto que para eso había sido consultado- será aceptable
y deseable, sostiene, que ‘tanto a las asambleas administrativas como a las políticas
o del reino vayan aquellos que, consideradas las condiciones de cada elección y
las circunstancias de los tiempos y de los lugares,[…] parezca que han de mirar
mejor por los intereses de la religión y de la patria en el ejercicio de su
cargo público’. Si hay que elegir, pues, en ámbitos municipales o locales,
a quienes tengan que desempeñarse en asambleas administrativas o políticas, el
consejo prudencial del Pontífice es muy claro. No a los males menores ni a los
menos indignos, sino a aquellos que ‘han de mirar mejor por los intereses de
la religión y de la patria en el ejercicio de su cargo público’.
Corre por parte de quien no sepa proporcionar las
cosas, conferirle a este buen consejo pastoral de San Pío X, el carácter de
dogma de fe. Pero sigamos.
Es rápido darse cuenta de que en esas páginas no
aparece el Papa pidiendo sufragio universal o libre juego de los partidos
políticos. Ni siquiera aparece diciendo que será aceptable y deseable la
intervención de los católicos para que a los cargos públicos vayan quienes
velen mejor por la religión y la patria. Dice algo distinto, no contrario ni
opuesto, pero sí diferente, en un contexto redondamente ajeno del que se lo ha
extrapolado. Y por lo tanto con otra significación. Pero ya al margen del
destrato que ha sufrido esta cita, la verdad es que resulta difícil adscribir a
San Pío X a una “evolución de la Santa Sede respecto de la participación de los
católicos en la política”, en el sentido de una mayor contemporización con las
prácticas democráticas del liberalismo.
Y esto no sólo por el mantenimiento del Non Expedit
sino por la promulgación de encíclicas como Gravissimo officii o
Notre charge apostolique. La verdad es que las predilecciones políticas del
Pontífice cuyo lema fue Instaurar todo en Cristo estaban muy lejos de cualquier
evolución a favor del sufragio universal o de la partidocracia.
Todo un signo de su posición en la materia fue la
designación del prestigioso Cardenal Merry del Val como Secretario de Estado.
Cuando al poco tiempo de ocupar la silla petrina, se le planteó a San Pío X la
llamada Ley de las Cultuales, obra del masón Emilio Combes, por entonces a
cargo del gobierno francés; juntos, ambos hombres, el Pontífice y su Secretario
de Estado, rechazaron con firmeza la ignominia, aún sabiendo que al hacerlo exponían
a los católicos galos a la marginación política, a la persecución civil y hasta
a la expoliación fiscal. Prevaleció el valiente “non possumus”, tras una noche
de vigilia y de oración.
“No dejaba de preocupar al Papa la orientación que en
varios Estados iba tomando la política. Se tendía a romper todos los lazos y
principios cristianos en la vida pública. En varias alocuciones de consistorios,
en discursos, en multitud de escritos, condenó estas tendencias. Su
posición en Roma y con respecto al gobierno italiano permaneció inmutable,
siguiendo la norma de 1870. En cambio, en varios círculos católicos de Italia,
que iban formando algunas asociaciones cristiano-demócratas, y por parte de
varios obispos y distinguidos seglares, se pretendía dejar de lado el principio
del ‘non expedit’, que había prohibido a los católicos tomar parte en las
elecciones legislativas y en la vida politica. El Papa en principio rechazó la
tendencia; pero dejó a la prudencia de los obispos el dispensar en casos
concretos, aunque siempre reservándose la última palabra. De este modo entró en
el Parlamento el año 1909 un grupo de 24 diputados, que representaban los intereses
y principios católicos. En el punto de la cuestión romana, Pío X se mantuvo
inflexible. En Roma mismo corrían tiempos malos para la misma persona del Papa,
como cuando el 20 de septiembre de 1910, el judío Natham, alcalde de la ciudad,
tuvo un discurso sumamente injurioso al Papa[...]. También prohibió [San Pío
X], contra las representaciones de varias personalidades católicas de Francia,
las Associations Cultuelles, previstas por la ley de separación, porque
prescindían de la jerarquía establecida por Dios y conducían finalmente a la
sujeción de la Iglesia bajo el yugo del Estado liberal; la prohibición
apareció en la encíclica Gravissimo Officii munere, del 10 de agosto de
1906[...]. No dejó de preocupar al Papa la acción católica de Italia, que
tendía a desarrollar su actividad como democracia cristiana. Ante todo anhelaba
el Sumo Pontifice la unánime aceptación de los principios básicos de León XIII,
desterrando la diversidad de tendencias. En segundo lugar, quería evitar que
esa democracia cristiana prescindiese de la autoridad de los obispos. La
dificultad era tanto mayor en Italia, cuanto que esa democracia tendía
también a ejercitar actividades políticas, que en Italia estaban vedadas a los
católicos”[1].
La prolongada cita de Llorca-García
Villoslada-Montalbán no necesita interpretaciones, pero se nos permitirá
colocar algunos énfasis didácticos en orden a aclarar aún más el tema
específico que nos ocupa:
-San Pío X condena las tendencias modernas a separar
la acción política de los principios cristianos tradicionales. Si a algo insta
no es a participar en campañas electorales, sino –y como lo dijera Benedicto
XVI- a tomar conciencia de que “en la base de nuestra acción apostólica, en los
diversos campos en que trabajamos, debe haber siempre una íntima unión personal
con Cristo, que hay que cultivar y acrecentar día tras día”[2].
-San Pío X, lejos de considerar inocua o neutra
cualquier clase de participación política, se opuso a ciertos “círculos
católicos de Italia que iban formando algunas asociaciones
cristiano-demócratas”. Lejos asimismo de negarle nocividad inherente a ciertas
prácticas cívicas, confrontó con “varios obispos y distinguidos seglares, que
pretendían dejar de lado el principio del non expedit, que había
prohibido a los católicos tomar parte en las elecciones legislativas y en la
vida política”.
-San Pío X mantuvo la inflexibilidad y la
intransigencia respecto de la pugna con el Estado liberal y masónico, dentro o fuera
de Italia. Hasta tal punto que, “contra las representaciones de varias
personalidades católicas” se manifestó en clara disconformidad con determinadas
organizaciones que, aunque bien intencionadas, en la práctica, podían conducir
a los católicos que actuaran en las cosas públicas, a quedar sometidos “bajo el
yugo del Estado liberal”.
-San Pío X, en consonancia con su antecesor León XIII,
hizo público su rechazo a la llamada democracia cristiana, y a quienes tendían
a canalizar sus opciones y actividades políticas bajo los modos y los
contenidos “que en Italia estaban vedadas a los católicos”.
-San Pío X, aunque “reservándose la última palabra”,
confió a “la prudencia de los obispos” la facultad de otorgar “dispensas” “en
casos concretos”, para quienes quisieran dedicarse a la actividad política
auspiciada por el sistema, sea para poder elegir o ser elegidos. Se trata de
eso: de dispensas en casos concretos, garantizadas por la prudencia de
los obispos de los respectivos lugares en los que esas dispensas y esos casos
concretos fuesen necesarios.
-San Pío X, al igual que sus antecesores y
predecesores, no tenía porqué considerar “un pecado el hecho de votar y
participar como algo intrínsecamente malo”. Y si no lo consideró así, la tal
consideración en absoluto impugna nuestra perspectiva, puesto que –como ya
fue aclarado desde el instante inicial de esta réplica- nunca sostuvimos tal
afirmación. Hay pecado sí, en el liberalismo; y hay pecado en la mentira que el
sufragio universal nos impone con su principio de que el éxito numérico es
criterio de verdad. Pero ni hay pecado en participar en política, ni en la
posibilidad –bajo ciertas circunstancias, requisitos y condiciones- de
elegir a un gobernante o de ser elegido para determinado cargo.
Es la clásica distinción –sobre la que hemos insistido
hasta el cansancio en La perversión democrática- entre tesis e
hipótesis. La tesis es la doctrina católica en toda su pureza y esplendor; la
hipótesis es lo que es posible realizar, o necesario de tolerar, teniendo en
cuenta las circunstancias y las situaciones particulares. Con la condición de
que jamás se sacrifique la vigencia de la tesis en el altar del
circunstancialismo o del oportunismo político. Ni de que se use la hipótesis
como pretexto para anular la perennidad de la tesis. Ni que se olvide el axioma
de que a mayor tolerancia de un mal inevitable, mayor es el grado de
imperfección y de riesgo moral.
Pero esta última actitud, lamentablemente, es la que
parece orientar los pasos del católico actual. Y en ocasiones hasta tales
extremos, que cada hipótesis que triunfa sobre una tesis, se convierte en
motivo de regocijo, de justificación de personales conductas o de
enrostramiento de que tal tesis ha sido, por fin, superada.
La verdad es que si hay un mal puerto para ir por leña
de democracia, sufragio universal y partidopolización, ese puerto es el
pontificado de San Pío X.
Quien se detenga en algunos párrafos claves de su
encíclica Notre charge apostolique podrá comprobarlo sin dificultad. En
el número 14, por lo pronto, condenando los errores de Le Sillon sostiene que
esta agrupación “quiere dividirla[ a la autoridad], o mejor dicho,
multiplicarla de tal manera que cada ciudadano llegue a ser una especie de rey”.
La autoridad[dicen los Sillonistas] es cierto, dimana de Dios, pero reside
primordialmente en el pueblo, del cual se desprende por vía de elección o,
mejor aún, de selección, sin que por esto se aparte del pueblo y sea
independiente de él; será exterior, pero sólo en apariencia; en realidad será
interior, porque será una autoridad consentida”.
Resulta evidente que lo reprobado es el principio
básico del sufragio universal, según el cual cada hombre es un voto, cada voto
una autoridad soberana o regia, esa autoridad se entrega en elecciones a un
sujeto determinado, y del pueblo depende tanto como emana.
Por eso, que cinco parágrafos después, en el número 19
de la Notre charge apostolique, agrega San Pío X, recordando
expresamente a León XIII, que “la autoridad pública procede de Dios, no del
pueblo ni puede ser revocada por el pueblo”. Para acotar en el número 28: “Su
catolicismo[el de los Sillonistas] es deficiente porque admite sólo el régimen
democrático.[...]. Enfeuda, pues, su religión a un partido político.
Nos, no tenemos que demostrar que el advenimiento de la democracia universal no
significa nada para la acción de la Iglesia en el mundo”.
La democracia universal, entonces,la del
sufragio universal, la del derecho nuevo, la del constitucionalismo moderno, la
de la soberanía del pueblo y la de la partidocracia, vuelve deficiente el
catolicismo de quienes aceptan tales premisas. Y los enfeuda a una predilección
discorde y opuesta respecto del Magisterio de la Iglesia.
En el Motu Proprio Fin dalla prima nostra
enciclica, del 18 de diciembre de 1903, San Pío X marca una distancia
insalvable entre esta “democracia universal” y la única acepción válida de la
expresión “democracia cristiana”, dada por León XIII, como “acción benéfica en
favor del pueblo, fundada en el derecho natural y en los principios del
Evangelio”. Y para disipar malos entendidos se dirige a quienes así conciben la
actividad pública en pro del bien común, para recordarles que “deberán
abstenerse en absoluto de tomar parte en cualquier acción política, que en las
presentes circunstancias, por razones de orden altísimo, está prohibida a todos
los católicos”[3].
Dos años después, en 1905, en la Encíclica Il Fermo
proposito, mantiene lo esencial de esta postura antiregiminosa, mitigando la
cuestión del abstencionismo absoluto con la presentación de algunas
alternativas, que ya había esbozado anteriormente.
San Pío X, en efecto, remite a su precitado Motu
Proprio, para recordar que les es legítimo y necesario a los católicos cooperar
al bien de las respectivas patrias que habitan mediante la “Acción Popular
Cristiana, que abraza en sí todo el movimiento social católico, un ordenamiento
fundamental que fuese como la regla práctica del trabajo común y el lazo de la
concordia y caridad”.
“Singularmente eficaz”, denomina también a “cierta
institución de índole general que, con el nombre de Unión Popular, está
ordenada a juntar los católicos de todas las clases sociales[...], en torno a
un solo centro común de doctrina, de propaganda y de organización social
[...].Los católicos, quedando a salvo las obligaciones impuestas por la ley de
Dios y por los mandatos de la Iglesia, pueden[...] mostrarse tan idóneos o más
que que los otros en el cooperar a la felicidad material y civil del pueblo”[4].
A continuación les recuerda a los italianos, que
“deben participar con permiso en la vida política”, de conformidad con “la
norma decretada por Nuestro Antecesor de s.m, Pío IX, y continuada después por
el otro Predecesor Nuestro de s.m, León XIII”; mas acota un punto capital, que transcribimos
textualmente: “Pero la posibilidad de esta benigna concesión Nuestra ha de
poner a los católicos en la obligación de prepararse cuerda y seriamente para
la vida política, cuando a ella fueren llamados. Por eso importa mucho que aquella
misma actividad, loablemente ejercitada ya por los católicos en prepararse con buen
régimen electoral a la vida administrativa de los Municipios y Consejos
provinciales, se extienda por igual a prepararse convenientemente y a
organizarse para la vida política...”[5].
Así como de los textos más arriba mencionados surge la
inequívoca impugnación de San Pío X del sufragio universal y de las mentiras
ideológicas del liberalismo que giran alrededor de este mito basal; en estos
textos agregados a continuación, el Papa solicita a los católicos una
participación política que no privilegie las estructuras partidocráticas sino
las instituciones sociales; y reclama sobre todo que preparándose “cuerda y
seriamente para la vida política”, lo hagan ejercitándose “con buen régimen
electoral”. No vemos qué duda puede caber de que ese buen régimen electoral no
es el sufragio universal, por cuyo apego –entre otras muchas cosas- se sancionó
a los Sillonistas. Precisamente lo que se está buscando es una
alternativa cuerda y seria.
Digamos por último, a propósito de un cierto
mitigamiento que se supone encontrar en la posición del Magisterio de
considerar que la democracia y sus usos (sufragio universal, partidopolización
compulsiva, soberanía del pueblo, etc) poseen una perversión intrínseca, que
fue el Papa San Pío X, en la Vehementer Nos, parágrafo 12, el que habló de “maldad
intrínseca” para referirse a la injerencia del Estado en los ámbitos
propios de competencia eclesiástica.
Es verdad que la dura expresión, en principio, se
aplica al caso francés; específicamente a la creación de las llamadas
Sociedades Cultuales, mediante la cuales el Estado masón se entremetía en los
asuntos eclesiásticos, tras separar la Iglesia del Estado.
Pero esta encíclica es el fruto de varios jalones
repulsivos que no pueden omitirse, pues en su conjunto marcan el derrotero de
aquello en lo que se convierte la Política de Estado en un país, bajo el
dominio combinado del liberalismo y del marxismo. Por ejemplo, la ley
declarando obligatoria la instrucción laica en la enseñanza primaria pública
(28 marzo de 1882); la ley restableciendo el divorcio (27 julio de 1884);la ley
suprimiendo las oraciones públicas al comenzar los periodos parlamentarios (14
agosto de 1884);la ley contra el patrimonio de las Ordenes y Congregaciones religiosas
(29 diciembre de 1884); la ley excluyendo de la enseñanza pública a los
institutos religiosos (30 octubre de 1886); la ley declarando obligatorio el
servicio militar de los clérigos (15 julio de 1889); la ley excluyendo del
derecho común a las Ordenes y Congregaciones religiosas (1 julio de 1901);la
ley de supresión de los Institutos religiosos dedicados a la enseñanza (17 julio
de 1904).
En una vibrante homilía del 19 de abril de 1909, el
gran Papa Santo del siglo XX, arengaba a los buenos católicos, diciéndoles: “El
que se revuelve contra la autoridad de la Iglesia con el injusto pretexto de
que la Iglesia invade los dominios del Estado, pone límites a la verdad; el que
la declara extranjera en una nación, declara al mismo tiempo que la verdad debe
ser extranjera en esa nación; el que teme que la Iglesia debilite la libertad y
la grandeza de un pueblo, está obligado a defender que un pueblo puede ser
grande y libre sin la verdad. No, no puede pretender el amor un Estado, un
Gobierno, sea el que sea el nombre que se le dé, que, haciendo la guerra a la
verdad, ultraja lo que hay en el hombre de más sagrado. Podrá sostenerse por la
fuerza material, se le temerá bajo la amenaza del látigo, se le aplaudirá por
hipocresía, interés o servilismo, se le obedecerá, porque la religión predica y
ennoblece la sumisión a los poderes humanos,
supuesto que no exijan cosas contrarias a la santa a ley de Dios. Pero, sí el
cumplimiento de este deber respecto de los poderes humanos, en lo que es compatible
con el deber respecto de Dios, hace la obediencia más meritoria, ésta no será
por ello ni más tierna, ni más alegre, ni más espontánea, y desde luego nunca
podrá merecer el nombre de veneración y de amor”.
Lo que queremos decir, ya sin subterfugios, es que los
elementos constitutivos esenciales, en virtud de los cuales Pío X habla de una maldad
intrínseca en el caso francés, pueden aplicarse analógicamente y en sentido
traslaticio, al caso español, como lo haría después Pío XI en la Dilectissima
Nobis; y a la actual situación argentina, tras largas décadas de persecución
al catolicismo, y muy especialmente bajo la actual tiranía kirchnerista, cuya matriz
está en el peronismo.
No se nos diga que en la Argentina de hoy no se
aplican las palabras tajantes de San Pio X: la Verdad es extranjera en la nación; el
pueblo es tenido por grande y por libre si rechaza la Verdad. Y tanto el Estado
como el Gobierno “haciendo la guerra a la verdad, ultrajan lo que hay en el
hombre de más sagrado”.
Le cabe pues, a nuestro actual sistema, analógicamente
hablando, el calificativo de ingénitamente malo, que usara San Pío X. En
consecuencia, quien cooperase a la convalidación o legitimación o
contemporización del tal sistema y de sus usos políticos connaturales, estaría
moralmente desencaminado y aún en gravísimo riesgo espiritual y moral.
[1] Llorca, García Villoslada, Montalbán, Historia de la Iglesia Católica,
vol.IV...etc.,ob.cit,p. 440-442. Subrayados nuestros
[2] Benedicto XVI,Catequésis del
miércoles 18 de agosto de 2010, en el Palacio Apostólico de Castel Gandolfo
[3] San Pío X, Motu Proprio Fin dalla prima nostra enciclica,
18-12-1903,parágrafo XIII.
[4] San Pío X, Il Fermo proposito, parágrafos 12,13 y 16.
El problema con el liberalismo en nuestro país es de origen. No olvidemos que, para nuestros fundadores, el grito SAGRADO era "libertad, libertad, libertad".
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