Jorge
Ferro, el leal
“Salid sin duelo, lágrimas, corriendo”
Garcilaso
Durante
casi cinco décadas desde que nos conocimos, en el viejo local de la “Librería
de Verbo”, fueron muchas y diversas las cosas que compartimos. Los Congresos
del Ipsa, los Foros de Oikos, las Jornadas de Formación Rioplatense, la
investigación conicetiana en el Instituto de Ciencias Sociales, la aparición de
Gladius, los artículos para Cabildo, ciertos peculiares Retiros de
Perseverancia, un sinfín de conferencias, los viajes a la Autónoma de
Guadalajara, las clases en el Don Jaime, los prólogos a libros de terceros, la
frecuentación de amistades comunes, el mate, la palabra, la risa interminable,
las visitas telefónicas matutinas, las peripecias personales y públicas...Todo
aquello, creo, que se llama vida.
Y en
estos hechos que enuncio sin precisiones ni exhaustividades, Jorge se destacaba
por un haz de rasgos firmes y sólidos. Va el primero: enseñaba sin subirse a la
tarima, con humildad genuina, con abajamiento sincero, con señorío auténtico.
Pero cuando conversaba, su charla se volvía magisterio. Y era su docencia
amical un canto a la eutrapelia, porque podía girar desde los picos más altos
de la sabiduría clásica y perenne hasta los cuentos más desopilantes; desde las
recomendaciones bibliográficas –de obras o de fragmentos que solo él conocía-
hasta un anecdotario frondoso, cálido y edificante.
Acaso
un segundo rasgo deba ser ponderado. Jorge corregía sin mortificar al
corregido; ingeniándoselas siempre para empezar por lo bueno (aunque no
existiera), hasta llegar al punto en que habíamos errado. Daba gusto ser
enmendado así. Porque no era solo una pedagogía la que asomaba en el gesto; era
una ontofanía. Posiblemente fuera el don del consejo, o su fruto inmediato; y
era tanto más valioso su ejercicio porque él no lo presentaba de modo solemne
sino afable; no con el índice hacia lo alto, sino con la palma de la mano sobre
el hombro.
Terceramente
enunciando, era Jorge un letrado. No necesariamente alguien para el cual el
mundo de las letras carece de secretos; sino alguien que posee la clave para
descifrarlos. Y si esa clave no es apta, pues se rinde complacido ante el
misterio. Y conserva la salud, según conocida enseñanza de Gilberto.
Había
varios ferros en Ferro, y todos estos oficios convivían armónicamente,
sin contradicciones ni incomparecencias. Desde el pescador al poeta, desde el
académico hecho a la medida de Oxford, hasta el paisano de Bellavista; desde el
erudito profesor de curitas y jóvenes hasta el milicote que había templado el
padre Fortini en sus años mozos. Desde el laborioso filólogo y apóstol
intelectual sin pausa, hasta el que se ufanaba de sus holgazanerías y quiso
escribir alguna vez un Himno a la elusión de responsabilidades y personas
non gratas. Desde el universitario requerido por los especialistas
extranjeros, hasta el parroquiano que se avenía de buena gana a disertar entre
la grey sencilla de un barrio cualquiera.
Lo
subrayo; todo esto lo hacía Jorge con una inamovible, rectilínea y empecinada
fidelidad. No defraudó al Salmo Primero; pues no lo vimos sentarse al banquete
de los impíos, ni compartir las malandanzas de los canallas. Puedo y quiero
testimoniar cuanto digo.
De los
miles de recuerdos que se me agolpan, ahora que ha muerto, menciono tres. Él
diría, con su latín impecable, que la perfección está en el Tres.
Recuerdo
el día en que llegó alborozado a su conicetil mesa de trabajo, tras haber
descubierto aquel pasaje de Santo Tomás de Aquino (Compendio de Teología, 353),
en el que el Aquinate dice: "no es contrario a la naturaleza de una substancia
espiritual estar unido a un cuerpo. Esto sucede por obra de la naturaleza, como
aparece en la unión del alma y del cuerpo, y por obra de la magia, por
cuyo medio un espíritu cualquiera está unido a imágenes, a anillos o a
otras cosas semejantes". ¡Júbilo total había en su alma esa jornada! No sólo
quedaba probado con creces que Tolkien era católico observante y devotísimo.
Ahora se sabía también, que Santo Tomás era tolkiniano. Todo esto sucedió
antes, muchísimo antes de que Tolkien se convirtiera en moda, y los “modistos”
lo aplebeyaran.
Recuerdo
unas Jornadas de Formación en un cuartel santafecino. Alguien se las había
ingeniado para que Jorge hablara del Martín Fierro; o a través de él de las
encrucijadas de la Argentina. Fue algo sorprendente lo que nos transmitió esa
mañana. El “anglófilo” <George Iron> (otro de sus motes) sabía más y
mejor de la Criollidad, que muchos “gauchudos”, como decía con sorna Calderón
Bouchet. A la tardecita, un grupo de amigos nos llevó a conocer el Museo de
Estanislao López. Jorge –a pesar de que no funcionaba sin siesta- fue
sobrepasado emocionalmente por el paisaje, por la historia, por la evocación de
los paradigmas, por las resonancias telúricas del pasado. Y a hurtadillas dejó
rodar unas lágrimas viriles. Era imposible no asociar la escena con el Cantar
del Cid o con Eneas.
Recuerdo,
para finalizar,los años del Don Jaime. Algún día, alguien deberá escribir la
historia de este colegio impar, y de su fundador, El Flaco Montiel. Pero lo que
traigo a colación ahora sucedió un primer viernes de mes. Tras la misa de rigor, Jorge se quedaba
rezando un rato a solas. Y con redonda sencillez me dijo, en ronda de
confidencias, que lo hacía por los alumnos. Era la antítesis de ese Normalismo
laico que nos trajo Sarmiento y contra el cual Castellani escribió punitivas
páginas justicieras. Jorge parecía querer dejar un Avemaría en el pupitre de
cada chico. Quería persignarlos, para prevenirlos de los males futuros. Como
hacía Chesterton con la venia de Frances en el teatrito que habían montado en
el jardín de su propia casa, y al que asistían los niños de la zona.
Por
todo esto y tantísimo más, creo que a Jorge le debemos una restitución
patronímica. Durante años lo llamamos invariablemente “El felón”. El origen del
apodo, hasta donde sé, reconoce por lo menos dos versiones. No importa. Todavía
no se habían inventados los Protocolos del Bullying, y el designado reía a dos
carrillos con la ocurrencia. Chacoteaba sobre el mismo con su persistente y
sutil sentido del humor. Capítulo aparte para cuando se escriba sobre él.
Pero
el Domingo de Laetare, al ver su cuerpo yacente, en su cama y en su
casa; rodeado de familiares, amigos, camaradas, discípulos y un universo de
chiquillos cuanto de viejos, lo que vi en su semblante y en el hieratismo anejo
a la muerte, fue el retrato de un caballero fiel y leal. Lo vi porque eso fue
en vida, y no por el afán panegírico que suelen contener los obituarios.
Ha
muerto Jorge Ferro, El leal. Lo despido con gratitud y admiración.
Sí; ha
muerto Jorge Ferro, El leal. Cruzo espadas para que su memoria nos acompañe siempre,
hasta que podamos encontranos, jarra al viento, en la Hostería Celeste.
Por Antonio Caponnetto
Qué alegre es la muerte de los que temen a Dios.
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