Un
comando argentino, al regresar de las Malvinas, dijo de sus camaradas muertos
que allá quedaron: «sus cuerpos fueron lentamente fundiéndose con ese suelo
criollo, a través de los mantos nevados, pero siempre supimos que estaban allí,
como centinelas espirituales». Y es bueno que estén allí y allí se queden para
siempre abonando la sagrada tierra patria a la cual un día volveremos…
El
combatiente argentino que dijo que sus camaradas muertos allá quedaron «como
centinelas espirituales», señaló algo profundo que es lo que nos ha hecho
pensar. En el suelo criollo y bajo los mantos nevados, quedaron los huesos que
se fundían con la tierra. Y los huesos, a la vez, simbolizan lo más recóndito y
el último sostén de nuestra carne. Ellos son lo último en volverse polvo
después que ha volado el espíritu. Esta suerte de ultimidad íntima de los
huesos es lo que invoca el salmista cuando, castigado por Dios, le suplica
porque «se han estremecido mis huesos, y está mi alma muy turbada» (Ps. 6,3).
Porque son los huesos como la última resistencia de mi cuerpo, el meollo final;
por eso, cuando Labán reconoció a Jacob, le dijo: «¡Ciertamente, hueso
mío y carne mía eres!» (Gétt., 29,14). Los huesos de mis padres, de mis
hermanos, de mis hijos, de mis hermanos argentinos son, pues, mis huesos,
porque la fraternidad llega hasta el último reducto de mi intimidad. Y cuando
esos huesos se funden con la tierra patria allí quedan como «centinelas
espirituales».
Allí
deben quedar para siempre. Huesos asumidos por el Verbo que se hizo carne y
habitó entre nosotros; huesos vivificados por el espíritu en el cual se
encendía la luz de nuestro pensar originario. Sagrados huesos que nos esperan y
a los que hemos de ser fieles. Allí deben quedar para siempre. Nos esperan en
las Malvinas, en las islas australes y en el fondo del mar.
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