“…Y
he aquí que la estrella, que habían visto en el Oriente, iba delante de ellos,
hasta que llegando se detuvo encima del lugar donde estaba el niño […]. Luego
abrieron sus tesoros y le ofrecieron sus dones: oro, incienso y mirra” (San Mateo,
2, 9-11).
No
fue fácil el viaje, la andanza era riesgosa,
por
alcorces de nieve, por prados con estigmas,
los
vigías de Herodes merodeando la marcha,
y
una mezcla de pálpitos, incógnitas y enigmas.
Difícil
andadura, cargando lejanías,
presintiendo
la gloria de un Rey Amanecido,
el
júbilo inefable del misterio primero
encarnado
en un Niño, expectante y dormido.
Sin
embargo la gracia de una estrella anfitriona,
como
un candil celeste o una llama lumínica,
les
marcaba la ruta inaugurando advientos
de
aquella intemporal y festiva domínica.
Llegados
al pesebre, un regocijo grande
‒en
una gran manera, según cuenta Mateo‒
extasió
a los viajeros, veteranos en magia,
partió
el silencio un ángel con su fiel aleteo.
A
solas en la augusta soledad del establo,
bendita
epifanía, monástica clausura,
los
regios visitantes cuartearon sus alforjas
entregando
sus prendas con viril donosura.
Que
era Dios cuan monarca y a la vez era humano,
omnipotencia
entera y a la par indefenso,
cifraron
sus obsequios la betlemita noche:
la
mirra, el oro puro y el aromado incienso.
¿Qué
daremos nosotros sin caudales ni acervos,
despojados
del Credo, del ritual, de varones
portadores
de mitras, jerarcas de la Fiera,
devenidos
en lobos, pertinaces felones?
Te
llevamos, Señor, lo que nadie nos quita,
la
sangre de los mártires que jamás se coagula
este
anhelo de verte, así el mar a la roca,
la
patria que nos diste: la que no capitula.
Te
llevamos la ciencia de los Padres, la Summa,
las
Actas de Nicea, el valor de Atanasio,
la
parresía invicta de aquellos perseguidos,
los
laudes tempraneros, el ocre iconostasio.
Te
llevamos las cruces, el pendón oriflama,
las
aspas jacobeas, el honor de un cruzado
la
Fe del carbonero con la sacra sapiencia,
¡Abramos
los tesoros, el Logos se ha encarnado!
Antonio
Caponnetto