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jueves, 9 de enero de 2025

El progresismo contra el Estado católico - Alejandro Sosa Laprida

 

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El 4 de diciembre pasado el Arzobispo de la ciudad de Santa Fe de la Veracruz, provincia de Santa Fe, Argentina, emitió un comunicado relacionado con la próxima reforma de la constitución provincial, intitulado Reconocer a la Iglesia dentro de la pluralidad, sin privilegios: reflexiones en torno a la reforma constitucional. En dicho documento, Monseñor Sergio Fenoy se refirió al carácter confesional que reviste el texto de la actual constitución santafecina, algo a lo que él se opone de modo categórico, por considerarlo un hecho “anacrónico”, “erróneo” e “inadmisible”, incompatible con la posición oficial adoptada por la Iglesia desde el CVII. Transcribo sus palabras:

“La Constitución vigente declara que “la religión de la Provincia es la Católica, Apostólica y Romana, a la que le prestará su protección más decidida, sin perjuicio de la libertad religiosa que gozan sus habitantes”. Es prácticamente una profesión de fe. Sin pretender entrar en las motivaciones que impulsaron a aquellos constituyentes, o en la coyuntura histórica que los habrá conducido, lo cierto es que hoy semejante párrafo es inadmisible desde todo punto de vista. Desde mediados del siglo pasado la Iglesia viene afirmando la justa autonomía y la cooperación del orden temporal con respecto al religioso. Por lo tanto, hay que concluir que la Provincia no es, ni puede ser, de ninguna manera “católica”. La confusión del orden civil con el religioso es no sólo anacrónica, sino también errónea, porque la condición propia de lo temporal, por definición, implica la no perdurabilidad, la siempre mutabilidad, la continua perfectibilidad; en ese sentido, la religión nos enseña que ningún gobierno representa “lo definitivo”, y juega un papel saneador, profético diríamos nosotros, frente a toda instancia de poder.”[1]

Varias observaciones se imponen. Primeramente, el Arzobispo comete un error conceptual básico al asimilar la confesionalidad del Estado a una supuesta confusión del poder temporal con el espiritual. En efecto, la Iglesia siempre ha distinguido el ámbito temporal político del religioso, en conformidad con la enseñanza de Jesucristo consistente en “dar a Dios lo que es de Dios, y al César, lo que es del César”. Doctrina ésta que, implícitamente, supone la confesionalidad del poder temporal, ya que el “César”, en cuanto creatura, no está exento de la obligación de honrar a Dios con el culto que le es debido.

Es por ello que la doctrina católica tradicional en la materia sostiene la obligatoriedad del carácter confesional del Estado, en la cual éste se distingue de la Iglesia pero en donde también se establece la subordinación indirecta del Estado en relación a la Iglesia en lo que atañe a las cuestiones mixtas, aquellas donde interviene un aspecto moral y/o religioso, y en las que el poder temporal debe acatar el magisterio eclesiástico y conformar su conducta con los preceptos de la revelación divina, cumpliendo de este modo el Estado con el mandato dado por Jesús de “dar a Dios lo que es de Dios”, obligación moral cuyo fundamento último es ontológico, y de la cual ninguna creatura puede sustraerse.

En segundo lugar, la “autonomía” del Estado en relación a Dios y a la Iglesia, alegada por el prelado argentino, no es tal, ya que ninguna realidad creada es “autónoma” respecto a su Creador, a cuyas leyes debe conformarse en su obrar. Lo que acá corresponde, en cambio, es sostener la “distinción” entre ambas esferas, pues cada una posee objetivos específicos que no deben confundirse, el bien común temporal el Estado y el sobrenatural, la Iglesia.

Pero esta “distinción” no implica en absoluto “separación” ni “autonomía” del poder temporal respecto a la Iglesia, porque el “bien común temporal” de suyo se ordena al “bien común sobrenatural”, a la perfección moral y espiritual con vistas a la salvación, fin último del ser humano. Es en este sentido que la sociedad políticamente organizada que es el Estado está subordinada indirectamente a la Iglesia pues, así como lo material está al servicio de lo espiritual y los bienes terrenos no deben ser un obstáculo para alcanzar la beatitud eterna, del mismo modo el Estado debe facilitar la misión de la Iglesia, cooperando con ella mediante la observancia de la ley natural y la ley divina en sus actos de gobierno.

Recapitulando: el Estado, al ejercer sus atribuciones legítimas en lo que concierne a su propia esfera de acción, está obligado a hacer lo posible para que la consecución del fin último del hombre -que es de orden moral y espiritual y, en última instancia, religioso y sobrenatural-, no se vea obstaculizado por leyes, costumbres e instituciones que se aparten o, peor aún, que sean contrarias a la enseñanza de la Iglesia y a la revelación divina, o que transgredan principios elementales del orden natural. Por ejemplo, no puede autorizar “matrimonios” entre dos hombres, ni permitir “cambios de sexo”, ni legalizar el infanticidio en el vientre materno, entre otras conductas perversas, gravemente atentatorias contra el bien común social, que tienen libre curso en los modernos Estados “laicos”. Un Estado católico jamás habría permitido que semejantes aberraciones fuesen legalizadas, para escándalo y detrimento de toda la sociedad, cuyo auténtico bien común es socavado por aquella institución que debería promoverlo.

A mi entender, esta responsabilidad del Estado respecto a las cuestiones éticas es, precisamente, lo que el Arzobispo llama “la cooperación del orden temporal con respecto al religioso”, aunque visiblemente no llega a comprender el alcance de sus palabras, ya que ellas, en buena lógica, invalidan su postura impugnadora de la confesionalidad del Estado. Esto es así porque, en definitiva, el Estado, al perseguir el “bien común temporal” -cuya característica principal es la de favorecer las condiciones sociales tendientes al desarrollo de la vida virtuosa de los ciudadanos, es decir, su perfeccionamiento moral-, está “cooperando” con la finalidad propia de la Iglesia, que es la de conducir a la gente hacia su fin último sobrenatural, es decir, a la salvación eterna de su alma.

En tercer lugar, el Arzobispo da muestras de una gran confusión conceptual al decir que la doctrina de la confesionalidad del Estado es “errónea”, además de “anacrónica”. Que no es errónea, acabamos de explicarlo, y el hecho está refrendado por el magisterio tradicional de la Iglesia, como  veremos posteriormente. No se trata, pues, de una doctrina falsa, sino ciento por ciento cierta y verdadera.

Por otra parte, el calificarla de “anacrónica” evidencia un grave error, tanto filosófico como teológico, el del “historicismo”, el cual conlleva, por un lado, el relativismo, en materia moral, y el modernismo, en materia religiosa. Se niega así de modo tácito la inmutabilidad de la naturaleza humana y de los principios morales que rigen su obrar, a la vez que se impugna el carácter igualmente inmutable de la verdad revelada y de la enseñanza de la Iglesia.

Según esta postura modernista, el magisterio de la Iglesia tendría que adaptarse al “progreso” científico, intelectual y moral de la humanidad, actualizarse, “aggiornarse”, utilizando la expresión acuñada por Juan XXIII y retomada luego por Pablo VI. Este historicismo profesado por el Arzobispo santafecino se pone de manifiesto nuevamente cuando afirma que:

“podría decirse algo acerca de la incorporación de los derechos fruto de las luchas sociales de los últimos tiempos. La participación de las mujeres en la vida pública, el respeto por la diversidad cultural y racial, la perspectiva de género, entre otras, tienen que ser temas incorporados en el texto.”

Creo que huelgan los comentarios respecto a esta salida tan desafortunada por parte de un eclesiástico que parecería estar más interesado en adaptarse al mundo y en celebrar las ideologías mundanas que en convertir la sociedad secularizada al catolicismo…

En lo único que acierta este obispo argentino es cuando fundamenta su insostenible postura en la enseñanza conciliar. Es efecto, al promover la libertad de cultos, haciendo de la libertad religiosa un derecho civil absoluto -ya no más una medida prudencial de tolerancia ante el error, según lo exigieran las circunstancias concretas de cada caso, a fin de evitar un mal mayor-, prohibiendo toda forma de discriminación por razones religiosas y rehusando al poder civil la potestad de impedir la manifestación pública de los falsos cultos, la declaración conciliar Dignitatis Humanae[2] sobre la libertad religiosa ha abandonado la doctrina tradicional católica del Estado confesional.

Si bien esto no figura explícitamente en la letra misma del documento, la conclusión lógica inevitable es que el concilio ha hecho suya la doctrina del Estado liberal moderno, teóricamente “neutro” (que, en la práctica, es ateo), y “laico” (pero, de hecho, inspirado en el naturalismo masónico), en materia religiosa, suprimiendo, de facto, la doctrina tradicional de la obligatoriedad del Estado confesional católico.

Esto es innegable, y se da a entender claramente cuando se deja sentada la idea de que, en caso de que, en razón de circunstancias históricas particulares, hubiera todavía Estados confesionales, esto constituiría un privilegio, una excepción a la regla (un “anacronismo”, para emplear la terminología de Monseñor Fenoy), su existencia no estaría fundada de iure, ni encontraría su legitimidad en el derecho divino ni en el eclesiástico:

“Si, consideradas las circunstancias peculiares de los pueblos, se da a una comunidad religiosa un especial reconocimiento civil en la ordenación jurídica de la sociedad, es necesario que a la vez se reconozca y respete el derecho a la libertad en materia religiosa a todos los ciudadanos y comunidades religiosas. Finalmente, la autoridad civil debe proveer a que la igualdad jurídica de los ciudadanos, que pertenece también al bien común de la sociedad, jamás, ni abierta ni ocultamente, sea lesionada por motivos religiosos, y a que no se haga discriminación entre ellos.” D. H. n. 6

Suministraré a continuación una sucinta selección de textos magisteriales que exponen con total claridad la verdadera doctrina católica acerca del carácter obligatorio y universal de la confesionalidad del Estado en materia religiosa, contrariamente a lo propugnado por el documento emitido por el arzobispo argentino.

Para comenzar, he aquí dos citas tomadas de la encíclica del papa León XIII Immortale Dei[3], del año 1885:

“Ninguna sociedad puede conservarse sin un jefe supremo que mueva a todos y cada uno con un mismo impulso eficaz, encaminado al bien común. Por consiguiente, es necesaria en toda sociedad humana una autoridad que la dirija. Autoridad que, como la misma sociedad, surge y deriva de la Naturaleza, y, por tanto, del mismo Dios, que es su autor. De donde se sigue que el poder público, en sí mismo considerado, no proviene sino de Dios. Sólo Dios es el verdadero y supremo Señor de las cosas. Todo lo existente ha de someterse y obedecer necesariamente a Dios. (…) En toda forma de gobierno los jefes del Estado deben poner totalmente la mirada en Dios, supremo gobernador del universo, y tomarlo como modelo y norma en el gobierno del Estado.” n. 2

“El Estado tiene el deber de cumplir por medio del culto público las numerosas e importantes obligaciones que lo unen con Dios. La razón natural, que manda a cada hombre dar culto a Dios piadosa y santamente, porque de El dependemos, y porque, habiendo salido de Él, a Él hemos de volver, impone la misma obligación a la sociedad civil. Los hombres no están menos sujetos al poder de Dios cuando viven unidos en sociedad que cuando viven aislados. La sociedad, por su parte, no está menos obligada que los particulares a dar gracias a Dios, a quien debe su existencia, su conservación y la innumerable abundancia de sus bienes. Por esta razón, así como no es lícito a nadie descuidar los propios deberes para con Dios, el mayor de los cuales es abrazar con el corazón y con las obras la religión, no la que cada uno prefiera, sino la que Dios manda y consta por argumentos ciertos e irrevocables como única y verdadera, de la misma manera los Estados no pueden obrar, sin incurrir en pecado, como si Dios no existiese, ni rechazar la religión como cosa extraña o inútil, ni pueden, por último, elegir indiferentemente una religión entre tantas. Todo lo contrario. El Estado tiene la estricta obligación de admitir el culto divino en la forma con que el mismo Dios ha querido que se le venere. Es, por tanto, obligación grave de las autoridades honrar el santo nombre de Dios. Entre sus principales obligaciones deben colocar la obligación de favorecer la religión, defenderla con eficacia, ponerla bajo el amparo de las leyes, no legislar nada que sea contrario a la incolumidad de aquélla.” n. 3

Seguidamente, brindo tres citas extraídas de la encíclica de León XIII Libertas[4], del año 1888:

“Esta libertad de cultos pretende que el Estado no rinda a Dios culto alguno o no autorice culto público alguno, que ningún culto sea preferido a otro, que todos gocen de los mismos derechos y que el pueblo no signifique nada cuando profesa la religión católica. Para que estas pretensiones fuesen acertadas haría falta que los deberes del Estado para con Dios fuesen nulos o pudieran al menos ser quebrantados impunemente por el Estado. Ambos supuestos son falsos. Porque nadie puede dudar que la existencia de la sociedad civil es obra de la voluntad de Dios, ya se considere esta sociedad en sus miembros, ya en su forma, que es la autoridad; ya en su causa, ya en los copiosos beneficios que proporciona al hombre. Es Dios quien ha hecho al hombre sociable y quien le ha colocado en medio de sus semejantes, para que las exigencias naturales que él por sí solo no puede colmar las vea satisfechas dentro de la sociedad. Por esto es necesario que el Estado, por el mero hecho de ser sociedad, reconozca a Dios como Padre y autor y reverencie y adore su poder y su dominio. La justicia y la razón prohíben, por tanto, el ateísmo del Estado, o, lo que equivaldría al ateísmo, el indiferentismo del Estado en materia religiosa, y la igualdad jurídica indiscriminada de todas las religiones. Siendo, pues, necesaria en el Estado la profesión pública de una religión, el Estado debe profesar la única religión verdadera.” n. 16

“Es absolutamente necesario que el hombre quede todo entero bajo la dependencia efectiva y constante de Dios. Por consiguiente, es totalmente inconcebible una libertad humana que no esté sumisa a Dios y sujeta a su voluntad. Negar a Dios este dominio supremo o negarse a aceptarlo no es libertad, sino abuso de la libertad y rebelión contra Dios. Es ésta precisamente la disposición de espíritu que origina y constituye el mal fundamental del liberalismo. Sin embargo, son varias las formas que éste presenta, porque la voluntad puede separarse de la obediencia debida a Dios o de la obediencia debida a los que participan de la autoridad divina, de muchas formas y en grados muy diversos. La perversión mayor de la libertad, que constituye al mismo tiempo la especie peor de liberalismo, consiste en rechazar por completo la suprema autoridad de Dios y rehusarle toda obediencia, tanto en la vida pública como en la vida privada y doméstica.” n. 24/25

“De las consideraciones expuestas se sigue que es totalmente ilícito pedir, defender, conceder la libertad de pensamiento, de imprenta, de enseñanza, de cultos, como otros tantos derechos dados por la naturaleza al hombre. Porque si el hombre hubiera recibido realmente estos derechos de la naturaleza, tendría derecho a rechazar la autoridad de Dios y la libertad humana no podría ser limitada por ley alguna. Síguese, además, que estas libertades, si existen causas justas, pueden ser toleradas, pero dentro de ciertos límites para que no degeneren en un insolente desorden. Donde estas libertades estén vigentes, usen de ellas los ciudadanos para el bien, pero piensen acerca de ellas lo mismo que la Iglesia piensa. Una libertad no debe ser considerada legítima más que cuando supone un aumento en la facilidad para vivir según la virtud. Fuera de este caso, nunca.” n. 30

Finalmente, comparto con ustedes dos citas de la encíclica del papa Pío XI, Quas Primas[5], sobre la institución de la fiesta de Cristo Rey, del año 1925:

“Y si ahora mandamos que Cristo Rey sea honrado por todos los católicos del mundo, con ello proveeremos también a las necesidades de los tiempos presentes, y pondremos un remedio eficacísimo a la peste que hoy inficiona a la humana sociedad. Juzgamos peste de nuestros tiempos al llamado laicismo con sus errores y abominables intentos; y vosotros sabéis, venerables hermanos, que tal impiedad no maduró en un solo día, sino que se incubaba desde mucho antes en las entrañas de la sociedad. Se comenzó por negar el imperio de Cristo sobre todas las gentes; se negó a la Iglesia el derecho, fundado en el derecho del mismo Cristo, de enseñar al género humano, esto es, de dar leyes y de dirigir los pueblos para conducirlos a la eterna felicidad. Después, poco a poco, la religión cristiana fue igualada con las demás religiones falsas y rebajada indecorosamente al nivel de éstas. Se la sometió luego al poder civil y a la arbitraria permisión de los gobernantes y magistrados. Y se avanzó más: hubo algunos de éstos que imaginaron sustituir la religión de Cristo con cierta religión natural, con ciertos sentimientos puramente humanos. No faltaron Estados que creyeron poder pasarse sin Dios, y pusieron su religión en la impiedad y en el desprecio de Dios.” n. 23

“La celebración de esta fiesta, que se renovará cada año, enseñará también a las naciones que el deber de adorar públicamente y obedecer a Jesucristo no sólo obliga a los particulares, sino también a los magistrados y gobernantes. A éstos les traerá a la memoria el pensamiento del juicio final, cuando Cristo, no tanto por haber sido arrojado de la gobernación del Estado cuanto también aun por sólo haber sido ignorado o menospreciado, vengará terriblemente todas estas injurias; pues su regia dignidad exige que la sociedad entera se ajuste a los mandamientos divinos y a los principios cristianos, ora al establecer las leyes, ora al administrar justicia, ora finalmente al formar las almas de los jóvenes en la sana doctrina y en la rectitud de costumbres. Es, además, maravillosa la fuerza y la virtud que de la meditación de estas cosas podrán sacar los fieles para modelar su espíritu según las verdaderas normas de la vida cristiana.” n. 33

Estimo que estas breves pero luminosas citas del Magisterio de la Iglesia son más que suficientes para dejar firmemente establecida la doctrina tradicional acerca del Estado confesional católico, así como la falsedad  manifiesta de las innovaciones conciliares respecto tanto al derecho civil indiscriminado a la “libertad de culto”, como a la utópica y perniciosa “laicidad” o “neutralidad” jurídica del Estado en materia religiosa.

Por último, a quien deseara ahondar en esta cuestión capital, recomiendo vivamente la lectura del estudio[6] intitulado Ceguera espiritual y negación de la realidad.[7]

ANEXO

Francisco y la laicidad del Estado - 15/08/2013

Ante todo, es menester tener presente en qué consiste el llamado principio de laicidad: se trata de la piedra angular del pensamiento iluminista, por el cual Dios es excluido de la esfera pública y el Estado es emancipado de la revelación divina y del magisterio eclesiástico en el ejercicio de sus funciones, quedando así habilitado para actuar de manera totalitaria, al negarse a admitir toda instancia moral superior capaz de esclarecerlo intelectualmente y de orientarlo moralmente en su acción, ya se trate de la ley natural, de la ley divina o de la ley eclesiástica.

El Estado moderno se concibe a sí mismo como absolutamente desligado de cualquier tipo de trascendencia espiritual o ética a la cual someterse en aras de establecer y de conservar su legitimidad. De este modo, el Estado liberal no reconoce otra legitimidad como no sea la emanada de la llamada voluntad general y, por ende, se funda  únicamente en la ley positiva que los hombres se dan a sí mismos. La separación de la Iglesia y del Estado es el resultado lógico de este principio, por el cual se exonera a la sociedad políticamente organizada de rendir a Dios el culto público que le es debido, de respetar la ley divina en su legislación y de someterse a la enseñanza de la Iglesia en materia de fe y de moral.

Esta supuesta independencia del poder temporal respecto al poder espiritual no debe confundirse con la legítima autonomía de la cual la sociedad civil goza en relación a la autoridad religiosa en su propio ámbito de acción, esto es, en la búsqueda del bien común temporal, el cual a su vez se halla ordenado a la del bien común sobrenatural, a saber, la salvación de las almas. Esta es la doctrina católica tradicional de la distinción de los poderes espiritual y temporal y de la subordinación indirecta de éste respecto de aquél.

La laicidad conculca el orden natural existente entre ambos poderes y erige al Estado en poder absoluto, transformándolo así en una maquinaria de guerra con vistas a la descristianización de las instituciones, de las leyes y de la sociedad en su conjunto. El gran artesano de la pretendida neutralidad religiosa del Estado es la franc-masonería, enemigo jurado de la civilización cristiana. Dicha neutralidad no es más que una superchería, dado que el poder temporal es incapaz de prescindir de una instancia espiritual de orden superior que le brinde los principios morales que regulan su actividad.

El Estado laico ne es neutro sino en apariencia, puesto que recibe sus principios orientadores en materia espiritual y moral de esa contra-iglesia que es la masonería: « La laicidad es la piedra preciosa de la libertad. La piedra nos pertenece a nosotros, masones. La recibimos en bruto, la tallamos progresivamente y nos es preciosa porque nos servirá para edificar el templo ideal, el futuro dichoso del hombre del cual deseamos que ella sea el único señor. » (La laïcité: 1905-2005, Edimaf, 2005, p. 117, publicado por el Gran Oriente de Francia en conmemoración del centenario de la ley de separación de la Iglesia y del Estado de 1905.)

Habiendo efectuado este recordatorio básico, sin el cual se pueden perder de vista las implicancias cruciales que conlleva este asunto, examinemos la posición de Francisco al respecto. En un discurso dirigido a la clase dirigente brasilera el 27 de julio, durante el transcurso de las Jornadas Mundiales de la Juventud, celebradas en Río de Janeiro, Francisco realizó un elogio entusiasta de la laicidad y del pluralismo religioso, a punto tal de regocijarse por la función social desempeñada por las « grandes tradiciones religiosas, que ejercen un papel fecundo de levadura en la vida social y de animación de la democracia. » Para continuar diciendo que « la laicidad del Estado (…) sin asumir como propia ninguna posición confesional, es favorable a la cohabitación entre las diversas religiones. »

Laicismo, pluralismo, ecumenismo, relativismo religioso, democratismo: el número y la magnitud de los errores contenidos en esas pocas palabras, condenados formalmente y en múltiples ocasiones por el magisterio, requeriría una prolongada exposición que excedería ampliamente los límites de este artículo. Para quienes deseasen profundizar la doctrina católica en la materia, he aquí los documentos esenciales: Mirari vos (Gregorio XVI, 1832), Quanta cura, con el Syllabus (Pío IX, 1864); Immortale Dei y Libertas (León XIII, 1885 y 1888); Vehementer nos y Notre charge apostolique (San Pío X, 1906 y 1910); Ubi arcano y Quas primas (Pío XI, 1922 y 1925); Ci riesce (Pío XII, 1953).

Leamos, a guisa de ejemplo, un pasaje de la encíclica Quas Primas, por la cual Pío XI instituyó la solemnidad de Cristo Rey:

«  La celebración de esta fiesta, que se renovará cada año, enseñará también a las naciones que el deber de adorar públicamente y obedecer a Jesucristo no sólo obliga a los particulares, sino también a los magistrados y gobernantes. A éstos les traerá a la memoria el pensamiento del juicio final, cuando Cristo, no tanto por haber sido arrojado de la gobernación del Estado cuanto también aun por sólo haber sido ignorado o menospreciado, vengará terriblemente todas estas injurias; pues su regia dignidad exige que la sociedad entera se ajuste a los mandamientos divinos y a los principios cristianos, ora al establecer las leyes, ora al administrar justicia, ora finalmente al formar las almas de los jóvenes en la sana doctrina y en la rectitud de costumbres. »

La lectura de estos textos del magisterio permite comprender que el Estado laico, supuestamente neutro, no confesional, incompetente en materia religiosa y otras falacias por el estilo, no es más que una aberración filosófica, moral y jurídica moderna, una monstruosidad política, una mentira ideológica que pisotea la ley divina y el orden natural. La distinción -sin separación- de los poderes temporal y espiritual es algo muy diferente de la pretendida independencia del temporal respecto del espiritual en relación con Dios, la Iglesia, la ley divina y la ley natural : eso tiene nombre, y se llama la apostasía de las naciones. Esta apostasía es el fruto maduro del Iluminismo, de la franc-masonería, de la Revolución Francesa y de todas las sectas infernales que de ella proceden (liberalismo, socialismo, comunismo, anarquismo, etc.).

Esos son los enemigos despiadados de Dios y de su Iglesia, quienes alcanzaron su diabólico objetivo de destruir enteramente la sociedad cristiana y de erigir en su lugar la ciudad del hombre sin Dios, creatura insensata embriagada por la falaz autonomía de la cual ella pretende gozar respecto a Dios: en ello reside el rasgo esencial de lo que se ha dado en llamar la modernidad, a pesar de sus rostros variados y multiformes, cuyo desenlace, a término, no puede ser otro que el reino del Anticristo.

Esta figura escatológica del hombre impío conducirá ineluctablemente la sociedad moderna, secularizada y apóstata, al paroxismo de su revuelta contra todo lo que se encuentra por encima de su propia voluntad autónoma y soberana, de la cual nos ofrece ya las aciagas primicias : pensemos, por no citar sino un puñado de ejemplos representativos, en esas aberraciones inimaginables que son el matrimonio homosexual, la adopción homo-parental, el derecho al aborto, la legalización de la industria pornográfica, la escuela sin Dios pero con teoría de género y educación sexual obligatorias para corromper la infancia y mancillar la inocencia de las almas inocentes…

Personificación aterradora de la creatura que entiende hacer de su libertad, considerada como absoluta, la única fuente de la ley y de la moral, creatura imbuida de su vacuidad ontológica y enceguecida por su arrogancia irrisoria que pretende asombrosamente ocupar el lugar de Dios. Reitero que es en esta pretensión insensata de la creatura de prescindir de su Creador que radica la característica definitoria de la modernidad, es ella la que constituye la raíz del mal moderno, desvarío metafísico que se manifiesta con una actitud de repliegue del individuo sobre su propia subjetividad, acompañada por el rechazo categórico de un orden objetivo del cual debería reconocer por partida doble la anterioridad cronológica y la superioridad ontológica, y al cual está llamado a someterse libremente para realizar plenamente su humanidad.

Esta actitud moderna se declina en múltiples facetas: nominalismo, voluntarismo, subjetivismo, individualismo, humanismo, racionalismo, naturalismo, protestantismo, liberalismo, relativismo, utopismo, socialismo, feminismo, homosexualismo, de las cuales la raíz es siempre la misma, a saber, el sujeto autónomo pretendiendo emanciparse del orden objetivo de las cosas y cuyo desenlace trágico e inevitable es el proyecto descabellado de proponerse crear una civilización que, tras haber expulsado a Dios de la sociedad, se funde exclusivamente en el libre arbitrio soberano del hombre, convertido en fuente de toda legitimidad.

Y hoy más que nunca se vuelve indispensable proclamarlo a los cuatro vientos: el principio de laicidad constituye su más acabada encarnación y es su figura emblemática: « El día en que comeréis (del fruto prohibido) vuestros ojos se abrirán y seréis como dioses que conocen el bien y el mal » (Gn. 3, 5), sugirió la Serpiente a Eva, quien, dando muestras de una gran apertura mental y de una sincera adhesión al pluralismo religioso, se adentró con madurez y confianza en un diálogo mutuamente enriquecedor con su respetable interlocutor… El desenlace es bien conocido y ciertamente fatal para la humanidad: Adán y Eva terminaron comiendo, se encontraron desnudos, fueron castigados por Dios y expulsados del Paraíso.

Las viejas naciones europeas que conformaban la Cristiandad comieron también del fruto, llamado esta vez Derechos Humanos, Democracia y Laicidad. Y ahora se encuentran desnudas. En cuanto al castigo, ineluctable, terminará llegando, tarde o temprano: « Vi surgir del mar una bestia que tenía diez cuernos y siete cabezas, y sobre sus cuernos diez diademas, y sobre sus cabezas nombres de blasfemia (…) Le fue dado hacer la guerra a los santos y vencerlos. Y le fue concedida autoridad sobre toda tribu, pueblo, lengua y nación » (Ap. 13, 1, 7).

Pero el Anticristo, « el hombre impío, el hijo de perdición » (2 Tes. 2, 3) no llegará solo: será precedido por un falso profeta, parodia diabólica del papel precursor que otrora ejerciera San Juan Bautista disponiendo los corazones para la llegada inminente del Mesías: « Vi otra bestia que subía de la tierra y tenía dos cuernos semejantes a los de un cordero, pero hablaba como un dragón » (Ap. 13,11). Las dos bestias, la del mar y la de la tierra, el Anticristo y el Falso Profeta, son indisociables, al igual que lo son el poder temporal y el poder espiritual en la sociedad.

En régimen de Cristiandad, los dos poderes cooperaban a efectos de hacer respetar la ley divina en la sociedad. Pero, en el caso que nos ocupa, han cambiado de signo y se hallan dedicados al servicio de Satán, con la segunda bestia -el poder religioso prevaricador-, abriendo el camino a la primera e induciendo a los hombres a que se le sometan: « E hizo que la tierra y todos sus habitantes adorasen a la primera bestia » (Ap. 13, 12). La primera bestia representa el poder temporal apóstata, el del régimen democrático laico y secularizado, enemigo de Dios, poder mundano que un día será ostentado por una persona concreta, el Anticristo. La segunda bestia, por su parte, representa el poder religioso corrompido, a la cabeza del cual se hallará también un día una persona concreta, el falso profeta o Anticristo religioso.

¿Qué tan lejos se encontrará la época que verá desplegarse ante su mirada atónita el cumplimiento de estas profecías ? No es fácil tener certezas de orden práctico en este terreno ni por tanto dar una respuesta categórica. En cambio, no resulta aventurado sostener que cuando el nuevo Papa alaba apasionadamente la laicidad del Estado, siguiendo en esto el ejemplo de sus predecesores recientes en el pontificado y conformándose a las novedades del magisterio conciliar en la materia, la necesidad de escrutar las profecías que acabamos de exponer cobra una urgencia manifiesta.

PARA MÁS INFORMACIÓN

“Diez años con Francisco”

https://gloria.tv/post/UEqqVjZCCVLQ6g89ps67irXSM

NOVEDAD EDITORIAL

“Apostasía vaticana”

https://gloria.tv/post/7ynAG7ZfxBvK1MBD4MqN3aMxn

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[6] Descargar aquí gratuitamente el archivo PDF de 52 páginas:

https://gloria.tv/post/71b7ppgmGGvm3kTJHjWGmCVYF - Ver también: 1. “El falso profeta del Vaticano”: https://gloria.tv/post/Ndcp7fLSFSaC39yMJzduDLyVt - 2. “Apostasía Vaticana”:

https://gloria.tv/post/7ynAG7ZfxBvK1MBD4MqN3aMxn - 3. “Diez años con Francisco”:

https://gloria.tv/post/UEqqVjZCCVLQ6g89ps67irXSM - Artículo publicado aquí:

https://gloria.tv/post/VFckecBsXp7J4tbaCavQZMt4p

[7] Post Scriptum del 30/12/2024: Acabo de leer una nota del diario La Prensa  en donde se hace una pertinente crítica del documento. Lamentablemente, los autores se sirven de declaraciones del concilio y de papas conciliares en apoyo a su escrito. Ahora bien, mientras los católicos “conservadores” no logren comprender dónde está la raíz de la situación actual, y continúen erigiendo pedestales a las premisas y cadalsos a las consecuencias, la chance de salir del atolladero modernista y liberal en que se halla             la Iglesia, humanamente hablando, es nula. -   https://www.laprensa.com.ar/Lamentable-claudicacion-episcopal-554425.note.aspx

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