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El 4 de diciembre pasado el Arzobispo
de la ciudad de Santa Fe de la Veracruz, provincia de Santa Fe, Argentina,
emitió un comunicado relacionado con la próxima reforma de la constitución
provincial, intitulado Reconocer a la
Iglesia dentro de la pluralidad, sin privilegios: reflexiones en torno a la
reforma constitucional. En dicho documento, Monseñor Sergio Fenoy se
refirió al carácter confesional que reviste el texto de la actual constitución
santafecina, algo a lo que él se opone de modo categórico, por considerarlo un
hecho “anacrónico”, “erróneo” e “inadmisible”, incompatible con la posición oficial
adoptada por la Iglesia desde el CVII. Transcribo sus palabras:
“La
Constitución vigente declara que “la religión de la Provincia es la Católica,
Apostólica y Romana, a la que le prestará su protección más decidida, sin perjuicio
de la libertad religiosa que gozan sus habitantes”. Es prácticamente una profesión de fe.
Sin pretender entrar en las motivaciones que impulsaron a aquellos
constituyentes, o en la coyuntura histórica que los habrá conducido, lo cierto
es que hoy semejante
párrafo es inadmisible desde todo punto de vista. Desde mediados del siglo pasado la Iglesia viene afirmando la justa
autonomía y la cooperación del orden temporal con respecto al religioso. Por lo
tanto, hay que concluir que la Provincia no es, ni puede ser, de ninguna
manera “católica”. La confusión del
orden civil con el religioso es no sólo anacrónica, sino también errónea,
porque la condición propia de lo temporal, por definición, implica la no
perdurabilidad, la siempre mutabilidad, la continua perfectibilidad; en ese
sentido, la religión nos enseña que ningún gobierno representa “lo definitivo”,
y juega un papel saneador, profético diríamos nosotros, frente a toda instancia
de poder.”[1]
Varias observaciones se imponen.
Primeramente, el Arzobispo comete un error conceptual básico al asimilar la confesionalidad
del Estado a una supuesta confusión del poder temporal con el espiritual. En
efecto, la Iglesia siempre ha distinguido el ámbito temporal político del
religioso, en conformidad con la enseñanza de Jesucristo consistente en “dar a
Dios lo que es de Dios, y al César, lo que es del César”. Doctrina ésta que,
implícitamente, supone la confesionalidad del poder temporal, ya que el “César”,
en cuanto creatura, no está exento de la obligación de honrar a Dios con el
culto que le es debido.
Es por ello que la doctrina católica tradicional
en la materia sostiene la obligatoriedad del carácter confesional del Estado,
en la cual éste se distingue de la Iglesia pero en donde también se establece
la subordinación indirecta del Estado en relación a la Iglesia en lo que atañe
a las cuestiones mixtas, aquellas donde interviene un aspecto moral y/o
religioso, y en las que el poder temporal debe acatar el magisterio eclesiástico
y conformar su conducta con los preceptos de la revelación divina, cumpliendo de
este modo el Estado con el mandato dado por Jesús de “dar a Dios lo que es de
Dios”, obligación moral cuyo fundamento último es ontológico, y de la cual
ninguna creatura puede sustraerse.
En segundo lugar, la “autonomía” del
Estado en relación a Dios y a la Iglesia, alegada por el prelado argentino, no
es tal, ya que ninguna realidad creada es “autónoma” respecto a su Creador, a
cuyas leyes debe conformarse en su obrar. Lo que acá corresponde, en cambio, es
sostener la “distinción” entre ambas esferas, pues cada una posee objetivos
específicos que no deben confundirse, el bien común temporal el Estado y el
sobrenatural, la Iglesia.
Pero esta “distinción” no implica en
absoluto “separación” ni “autonomía” del poder temporal respecto a la Iglesia,
porque el “bien común temporal” de suyo se ordena al “bien común sobrenatural”,
a la perfección moral y espiritual con vistas a la salvación, fin último del
ser humano. Es en este sentido que la sociedad políticamente organizada que es
el Estado está subordinada indirectamente a la Iglesia pues, así como lo
material está al servicio de lo espiritual y los bienes terrenos no deben ser
un obstáculo para alcanzar la beatitud eterna, del mismo modo el Estado debe
facilitar la misión de la Iglesia, cooperando con ella mediante la observancia
de la ley natural y la ley divina en sus actos de gobierno.
Recapitulando: el Estado, al ejercer
sus atribuciones legítimas en lo que concierne a su propia esfera de acción,
está obligado a hacer lo posible para que la consecución del fin último del
hombre -que es de orden moral y espiritual y, en última instancia, religioso y
sobrenatural-, no se vea obstaculizado por leyes, costumbres e instituciones
que se aparten o, peor aún, que sean contrarias a la enseñanza de la Iglesia y
a la revelación divina, o que transgredan principios elementales del orden
natural. Por ejemplo, no puede autorizar “matrimonios” entre dos hombres, ni
permitir “cambios de sexo”, ni legalizar el infanticidio en el vientre materno,
entre otras conductas perversas, gravemente atentatorias contra el bien común
social, que tienen libre curso en los modernos Estados “laicos”. Un Estado
católico jamás habría permitido que semejantes aberraciones fuesen legalizadas,
para escándalo y detrimento de toda la sociedad, cuyo auténtico bien común es
socavado por aquella institución que debería promoverlo.
A mi entender, esta responsabilidad del
Estado respecto a las cuestiones éticas es, precisamente, lo que el Arzobispo
llama “la cooperación del orden temporal
con respecto al religioso”, aunque visiblemente no llega a comprender el
alcance de sus palabras, ya que ellas, en buena lógica, invalidan su postura
impugnadora de la confesionalidad del Estado. Esto es así porque, en definitiva,
el Estado, al perseguir el “bien común temporal” -cuya característica principal
es la de favorecer las condiciones sociales tendientes al desarrollo de la vida
virtuosa de los ciudadanos, es decir, su perfeccionamiento moral-, está
“cooperando” con la finalidad propia de la Iglesia, que es la de conducir a la
gente hacia su fin último sobrenatural, es decir, a la salvación eterna de su
alma.
En tercer lugar, el Arzobispo da
muestras de una gran confusión conceptual al decir que la doctrina de la confesionalidad
del Estado es “errónea”, además de “anacrónica”. Que no es errónea, acabamos de
explicarlo, y el hecho está refrendado por el magisterio tradicional de la
Iglesia, como veremos posteriormente. No
se trata, pues, de una doctrina falsa, sino ciento por ciento cierta y
verdadera.
Por otra parte, el calificarla de
“anacrónica” evidencia un grave error, tanto filosófico como teológico, el del “historicismo”,
el cual conlleva, por un lado, el relativismo, en materia moral, y el
modernismo, en materia religiosa. Se niega así de modo tácito la inmutabilidad
de la naturaleza humana y de los principios morales que rigen su obrar, a la
vez que se impugna el carácter igualmente inmutable de la verdad revelada y de
la enseñanza de la Iglesia.
Según esta postura modernista, el
magisterio de la Iglesia tendría que adaptarse al “progreso” científico,
intelectual y moral de la humanidad, actualizarse, “aggiornarse”, utilizando la
expresión acuñada por Juan XXIII y retomada luego por Pablo VI. Este
historicismo profesado por el Arzobispo santafecino se pone de manifiesto nuevamente
cuando afirma que:
“podría
decirse algo acerca de la incorporación de los derechos fruto de las luchas
sociales de los últimos tiempos. La participación de las mujeres en la vida
pública, el respeto por la diversidad cultural y racial, la perspectiva de
género, entre otras, tienen que ser temas incorporados en el texto.”
Creo que huelgan los comentarios
respecto a esta salida tan desafortunada por parte de un eclesiástico que
parecería estar más interesado en adaptarse al mundo y en celebrar las
ideologías mundanas que en convertir la sociedad secularizada al catolicismo…
En lo único que acierta este obispo argentino
es cuando fundamenta su insostenible postura en la enseñanza conciliar. Es
efecto, al promover la libertad de cultos, haciendo de la libertad religiosa un
derecho civil absoluto -ya no más una medida prudencial de tolerancia ante el
error, según lo exigieran las circunstancias concretas de cada caso, a fin de
evitar un mal mayor-, prohibiendo toda forma de discriminación por razones
religiosas y rehusando al poder civil la potestad de impedir la manifestación
pública de los falsos cultos, la declaración conciliar Dignitatis Humanae[2]
sobre la libertad religiosa ha abandonado la doctrina tradicional católica del
Estado confesional.
Si bien esto no figura explícitamente
en la letra misma del documento, la conclusión lógica inevitable es que el
concilio ha hecho suya la doctrina del Estado liberal moderno, teóricamente “neutro”
(que, en la práctica, es ateo), y “laico” (pero, de hecho, inspirado en el
naturalismo masónico), en materia religiosa, suprimiendo, de facto, la doctrina tradicional de la obligatoriedad del Estado
confesional católico.
Esto es innegable, y se da a entender
claramente cuando se deja sentada la idea de que, en caso de que, en razón de circunstancias
históricas particulares, hubiera todavía Estados confesionales, esto constituiría
un privilegio, una excepción a la regla (un “anacronismo”, para emplear la
terminología de Monseñor Fenoy), su existencia no estaría fundada de iure, ni encontraría su legitimidad
en el derecho divino ni en el eclesiástico:
“Si,
consideradas las circunstancias peculiares de los pueblos, se da a una
comunidad religiosa un especial reconocimiento civil en la ordenación jurídica
de la sociedad, es necesario que a la vez se reconozca y respete el derecho a
la libertad en materia religiosa a todos los ciudadanos y comunidades
religiosas. Finalmente, la autoridad civil debe proveer a que la igualdad
jurídica de los ciudadanos, que pertenece también al bien común de la sociedad,
jamás, ni abierta ni ocultamente, sea lesionada por motivos religiosos, y a que
no se haga discriminación entre ellos.” D. H. n. 6
Suministraré a continuación una sucinta
selección de textos magisteriales que exponen con total claridad la verdadera doctrina
católica acerca del carácter obligatorio y universal de la confesionalidad del
Estado en materia religiosa, contrariamente a lo propugnado por el documento emitido
por el arzobispo argentino.
Para comenzar, he aquí dos citas tomadas
de la encíclica del papa León XIII Immortale
Dei[3],
del año 1885:
“Ninguna
sociedad puede conservarse sin un jefe supremo que mueva a todos y cada uno con
un mismo impulso eficaz, encaminado al bien común. Por consiguiente, es necesaria
en toda sociedad humana una autoridad que la dirija. Autoridad que, como la
misma sociedad, surge y deriva de la Naturaleza, y, por tanto, del mismo Dios,
que es su autor. De donde se sigue que el poder público, en sí mismo
considerado, no proviene sino de Dios. Sólo Dios es el verdadero y supremo
Señor de las cosas. Todo lo existente ha de someterse y obedecer necesariamente
a Dios. (…) En toda forma de gobierno los jefes del Estado deben poner
totalmente la mirada en Dios, supremo gobernador del universo, y tomarlo como
modelo y norma en el gobierno del Estado.” n. 2
“El
Estado tiene el deber de cumplir por medio del culto público las numerosas e
importantes obligaciones que lo unen con Dios. La razón natural, que manda a
cada hombre dar culto a Dios piadosa y santamente, porque de El dependemos, y
porque, habiendo salido de Él, a Él hemos de volver, impone la misma obligación
a la sociedad civil. Los hombres no están menos sujetos al poder de Dios cuando
viven unidos en sociedad que cuando viven aislados. La sociedad, por su parte,
no está menos obligada que los particulares a dar gracias a Dios, a quien debe
su existencia, su conservación y la innumerable abundancia de sus bienes. Por
esta razón, así como no es lícito a nadie descuidar los propios deberes para
con Dios, el mayor de los cuales es abrazar con el corazón y con las obras la
religión, no la que cada uno prefiera, sino la que Dios manda y consta por
argumentos ciertos e irrevocables como única y verdadera, de la misma manera
los Estados no pueden obrar, sin incurrir en pecado, como si Dios no existiese,
ni rechazar la religión como cosa extraña o inútil, ni pueden, por último,
elegir indiferentemente una religión entre tantas. Todo lo contrario. El Estado
tiene la estricta obligación de admitir el culto divino en la forma con que el
mismo Dios ha querido que se le venere. Es, por tanto, obligación grave de las
autoridades honrar el santo nombre de Dios. Entre sus principales obligaciones
deben colocar la obligación de favorecer la religión, defenderla con eficacia,
ponerla bajo el amparo de las leyes, no legislar nada que sea contrario a la
incolumidad de aquélla.”
n. 3
Seguidamente, brindo tres citas extraídas
de la encíclica de León XIII Libertas[4],
del año 1888:
“Esta
libertad de cultos pretende que el Estado no rinda a Dios culto alguno o no
autorice culto público alguno, que ningún culto sea preferido a otro, que todos
gocen de los mismos derechos y que el pueblo no signifique nada cuando profesa
la religión católica. Para que estas pretensiones fuesen acertadas haría falta
que los deberes del Estado para con Dios fuesen nulos o pudieran al menos ser
quebrantados impunemente por el Estado. Ambos supuestos son falsos. Porque
nadie puede dudar que la existencia de la sociedad civil es obra de la voluntad
de Dios, ya se considere esta sociedad en sus miembros, ya en su forma, que es
la autoridad; ya en su causa, ya en los copiosos beneficios que proporciona al
hombre. Es Dios quien ha hecho al hombre sociable y quien le ha colocado en
medio de sus semejantes, para que las exigencias naturales que él por sí solo
no puede colmar las vea satisfechas dentro de la sociedad. Por esto es
necesario que el Estado, por el mero hecho de ser sociedad, reconozca a Dios
como Padre y autor y reverencie y adore su poder y su dominio. La justicia y la
razón prohíben, por tanto, el ateísmo del Estado, o, lo que equivaldría al
ateísmo, el indiferentismo del Estado en materia religiosa, y la igualdad
jurídica indiscriminada de todas las religiones. Siendo, pues, necesaria en el
Estado la profesión pública de una religión, el Estado debe profesar la única
religión verdadera.”
n. 16
“Es
absolutamente necesario que el hombre quede todo entero bajo la dependencia
efectiva y constante de Dios. Por consiguiente, es totalmente inconcebible una
libertad humana que no esté sumisa a Dios y sujeta a su voluntad. Negar a Dios
este dominio supremo o negarse a aceptarlo no es libertad, sino abuso de la
libertad y rebelión contra Dios. Es ésta precisamente la disposición de
espíritu que origina y constituye el mal fundamental del liberalismo. Sin
embargo, son varias las formas que éste presenta, porque la voluntad puede
separarse de la obediencia debida a Dios o de la obediencia debida a los que
participan de la autoridad divina, de muchas formas y en grados muy diversos. La
perversión mayor de la libertad, que constituye al mismo tiempo la especie peor
de liberalismo, consiste en rechazar por completo la suprema autoridad de Dios
y rehusarle toda obediencia, tanto en la vida pública como en la vida privada y
doméstica.” n.
24/25
“De
las consideraciones expuestas se sigue que es totalmente ilícito pedir,
defender, conceder la libertad de pensamiento, de imprenta, de enseñanza, de
cultos, como otros tantos derechos dados por la naturaleza al hombre. Porque si
el hombre hubiera recibido realmente estos derechos de la naturaleza, tendría
derecho a rechazar la autoridad de Dios y la libertad humana no podría ser
limitada por ley alguna. Síguese, además, que estas libertades, si existen
causas justas, pueden ser toleradas, pero dentro de ciertos límites para que no
degeneren en un insolente desorden. Donde estas libertades estén vigentes, usen
de ellas los ciudadanos para el bien, pero piensen acerca de ellas lo mismo que
la Iglesia piensa. Una libertad no debe ser considerada legítima más que cuando
supone un aumento en la facilidad para vivir según la virtud. Fuera de este
caso, nunca.”
n. 30
Finalmente, comparto con ustedes dos
citas de la encíclica del papa Pío XI, Quas
Primas[5], sobre la institución de la fiesta de
Cristo Rey, del año 1925:
“Y
si ahora mandamos que Cristo Rey sea honrado por todos los católicos del mundo,
con ello proveeremos también a las necesidades de los tiempos presentes, y
pondremos un remedio eficacísimo a la peste que hoy inficiona a la humana
sociedad. Juzgamos peste de nuestros tiempos al llamado laicismo con sus
errores y abominables intentos; y vosotros sabéis, venerables hermanos, que tal
impiedad no maduró en un solo día, sino que se incubaba desde mucho antes en
las entrañas de la sociedad. Se comenzó por negar el imperio de Cristo sobre
todas las gentes; se negó a la Iglesia el derecho, fundado en el derecho del
mismo Cristo, de enseñar al género humano, esto es, de dar leyes y de dirigir
los pueblos para conducirlos a la eterna felicidad. Después, poco a poco, la
religión cristiana fue igualada con las demás religiones falsas y rebajada
indecorosamente al nivel de éstas. Se la sometió luego al poder civil y a la
arbitraria permisión de los gobernantes y magistrados. Y se avanzó más: hubo
algunos de éstos que imaginaron sustituir la religión de Cristo con cierta
religión natural, con ciertos sentimientos puramente humanos. No faltaron
Estados que creyeron poder pasarse sin Dios, y pusieron su religión en la
impiedad y en el desprecio de Dios.” n. 23
“La
celebración de esta fiesta, que se renovará cada año, enseñará también a las
naciones que el deber de adorar públicamente y obedecer a Jesucristo no sólo
obliga a los particulares, sino también a los magistrados y gobernantes. A
éstos les traerá a la memoria el pensamiento del juicio final, cuando Cristo,
no tanto por haber sido arrojado de la gobernación del Estado cuanto también
aun por sólo haber sido ignorado o menospreciado, vengará terriblemente todas
estas injurias; pues su regia dignidad exige que la sociedad entera se ajuste a
los mandamientos divinos y a los principios cristianos, ora al establecer las
leyes, ora al administrar justicia, ora finalmente al formar las almas de los
jóvenes en la sana doctrina y en la rectitud de costumbres. Es, además, maravillosa
la fuerza y la virtud que de la meditación de estas cosas podrán sacar los
fieles para modelar su espíritu según las verdaderas normas de la vida
cristiana.”
n. 33
Estimo que estas breves pero luminosas citas
del Magisterio de la Iglesia son más que suficientes para dejar firmemente
establecida la doctrina tradicional acerca del Estado confesional católico, así
como la falsedad manifiesta de las innovaciones
conciliares respecto tanto al derecho civil indiscriminado a la “libertad de
culto”, como a la utópica y perniciosa “laicidad” o “neutralidad” jurídica del
Estado en materia religiosa.
Por último, a quien deseara ahondar en esta
cuestión capital, recomiendo vivamente la lectura del estudio[6]
intitulado Ceguera espiritual y negación
de la realidad.[7]
ANEXO
Francisco y la laicidad del Estado - 15/08/2013
Ante todo, es menester tener
presente en qué consiste el llamado principio de laicidad: se trata de la
piedra angular del pensamiento iluminista, por el cual Dios es excluido de la
esfera pública y el Estado es emancipado de la revelación divina y del magisterio
eclesiástico en el ejercicio de sus funciones, quedando así habilitado para
actuar de manera totalitaria, al negarse a admitir toda instancia moral
superior capaz de esclarecerlo intelectualmente y de orientarlo moralmente en
su acción, ya se trate de la ley natural, de la ley divina o de la ley
eclesiástica.
El Estado moderno se concibe a
sí mismo como absolutamente desligado de cualquier tipo de trascendencia
espiritual o ética a la cual someterse en aras de establecer y de conservar su
legitimidad. De este modo, el Estado liberal no reconoce otra legitimidad como
no sea la emanada de la llamada voluntad general y, por ende, se funda únicamente en la ley positiva que los hombres
se dan a sí mismos. La separación de la Iglesia y del Estado es el resultado
lógico de este principio, por el cual se exonera a la sociedad políticamente
organizada de rendir a Dios el culto público que le es debido, de respetar la
ley divina en su legislación y de someterse a la enseñanza de la Iglesia en
materia de fe y de moral.
Esta supuesta independencia
del poder temporal respecto al poder espiritual no debe confundirse con la
legítima autonomía de la cual la sociedad civil goza en relación a la autoridad
religiosa en su propio ámbito de acción, esto es, en la búsqueda del bien común
temporal, el cual a su vez se halla ordenado a la del bien común sobrenatural,
a saber, la salvación de las almas. Esta es la doctrina católica tradicional de
la distinción de los poderes espiritual y temporal y de la subordinación indirecta
de éste respecto de aquél.
La laicidad conculca el orden
natural existente entre ambos poderes y erige al Estado en poder absoluto,
transformándolo así en una maquinaria de guerra con vistas a la
descristianización de las instituciones, de las leyes y de la sociedad en su
conjunto. El gran artesano de la pretendida neutralidad religiosa del Estado es
la franc-masonería, enemigo jurado de la civilización cristiana. Dicha
neutralidad no es más que una superchería, dado que el poder temporal es
incapaz de prescindir de una instancia espiritual de orden superior que le
brinde los principios morales que regulan su actividad.
El Estado laico ne es neutro sino en apariencia, puesto que
recibe sus principios orientadores en materia espiritual y moral de esa contra-iglesia
que es la masonería: « La laicidad es la piedra preciosa de la
libertad. La piedra nos pertenece a nosotros, masones. La recibimos en bruto,
la tallamos progresivamente y nos es preciosa porque nos servirá para edificar
el templo ideal, el futuro dichoso del hombre del cual deseamos que ella sea el
único señor. » (La laïcité:
1905-2005, Edimaf, 2005, p. 117, publicado por el Gran Oriente de Francia
en conmemoración del centenario de la ley de separación de la Iglesia y del
Estado de 1905.)
Habiendo efectuado este
recordatorio básico, sin el cual se pueden perder de vista las implicancias
cruciales que conlleva este asunto, examinemos la posición de Francisco al
respecto. En un discurso dirigido a la clase dirigente brasilera el 27 de
julio, durante el transcurso de las Jornadas Mundiales de la Juventud,
celebradas en Río de Janeiro, Francisco realizó un elogio entusiasta de la
laicidad y del pluralismo religioso, a punto tal de regocijarse por la función
social desempeñada por las « grandes tradiciones religiosas, que ejercen
un papel fecundo de levadura en la vida social y de animación de la
democracia. » Para continuar diciendo que « la laicidad del Estado
(…) sin asumir como propia ninguna posición confesional, es favorable a la cohabitación
entre las diversas religiones. »
Laicismo, pluralismo,
ecumenismo, relativismo religioso, democratismo: el número y la magnitud de los
errores contenidos en esas pocas palabras, condenados formalmente y en
múltiples ocasiones por el magisterio, requeriría una prolongada exposición que
excedería ampliamente los límites de este artículo. Para quienes deseasen
profundizar la doctrina católica en la materia, he aquí los documentos
esenciales: Mirari
vos (Gregorio XVI, 1832), Quanta cura, con el Syllabus (Pío IX, 1864); Immortale
Dei y Libertas (León XIII, 1885 y
1888); Vehementer nos y Notre charge apostolique (San Pío X,
1906 y 1910); Ubi arcano y Quas primas (Pío XI, 1922 y 1925); Ci riesce (Pío XII, 1953).
Leamos, a guisa de
ejemplo, un pasaje de la encíclica Quas
Primas, por la cual Pío XI instituyó la solemnidad de Cristo Rey:
« La
celebración de esta fiesta, que se renovará cada año, enseñará también a las
naciones que el deber de adorar públicamente y obedecer a Jesucristo no sólo
obliga a los particulares, sino también a los magistrados y gobernantes. A
éstos les traerá a la memoria el pensamiento del juicio final, cuando Cristo,
no tanto por haber sido arrojado de la gobernación del Estado cuanto también
aun por sólo haber sido ignorado o menospreciado, vengará terriblemente todas
estas injurias; pues su regia dignidad exige que la sociedad entera se ajuste a
los mandamientos divinos y a los principios cristianos, ora al establecer las
leyes, ora al administrar justicia, ora finalmente al formar las almas de los
jóvenes en la sana doctrina y en la rectitud de costumbres. »
La lectura de estos textos del
magisterio permite comprender que el Estado laico, supuestamente neutro, no
confesional, incompetente en materia religiosa y otras falacias por el estilo,
no es más que una aberración filosófica, moral y jurídica moderna, una monstruosidad
política, una mentira ideológica que pisotea la ley divina y el orden natural.
La distinción -sin separación- de los poderes temporal y espiritual es algo muy
diferente de la pretendida independencia del temporal respecto del espiritual
en relación con Dios, la Iglesia, la ley divina y la ley natural : eso
tiene nombre, y se llama la apostasía de las naciones. Esta apostasía es el
fruto maduro del Iluminismo, de la franc-masonería, de la Revolución Francesa y
de todas las sectas infernales que de ella proceden (liberalismo, socialismo,
comunismo, anarquismo, etc.).
Esos son los enemigos despiadados
de Dios y de su Iglesia, quienes alcanzaron su diabólico objetivo de destruir
enteramente la sociedad cristiana y de erigir en su lugar la ciudad del hombre
sin Dios, creatura insensata embriagada por la falaz autonomía de la cual ella
pretende gozar respecto a Dios: en ello reside el rasgo esencial de lo que se
ha dado en llamar la modernidad, a pesar de sus rostros variados y multiformes,
cuyo desenlace, a término, no puede ser otro que el reino del Anticristo.
Esta figura escatológica del
hombre impío conducirá ineluctablemente la sociedad moderna, secularizada y
apóstata, al paroxismo de su revuelta contra todo lo que se encuentra por
encima de su propia voluntad autónoma y soberana, de la cual nos ofrece ya las
aciagas primicias : pensemos, por no citar sino un puñado de ejemplos
representativos, en esas aberraciones inimaginables que son el matrimonio
homosexual, la adopción homo-parental, el derecho al aborto, la legalización de
la industria pornográfica, la escuela sin Dios pero con teoría de género y
educación sexual obligatorias para corromper la infancia y mancillar la
inocencia de las almas inocentes…
Personificación aterradora de la
creatura que entiende hacer de su libertad, considerada como absoluta, la única
fuente de la ley y de la moral, creatura imbuida de su vacuidad ontológica y
enceguecida por su arrogancia irrisoria que pretende asombrosamente ocupar el
lugar de Dios. Reitero que es en esta pretensión insensata de la creatura de
prescindir de su Creador que radica la característica definitoria de la
modernidad, es ella la que constituye la raíz del mal moderno, desvarío
metafísico que se manifiesta con una actitud de repliegue del individuo sobre
su propia subjetividad, acompañada por el rechazo categórico de un orden
objetivo del cual debería reconocer por partida doble la anterioridad
cronológica y la superioridad ontológica, y al cual está llamado a someterse
libremente para realizar plenamente su humanidad.
Esta actitud moderna se declina
en múltiples facetas: nominalismo, voluntarismo, subjetivismo, individualismo,
humanismo, racionalismo, naturalismo, protestantismo, liberalismo, relativismo,
utopismo, socialismo, feminismo, homosexualismo, de las cuales la raíz es
siempre la misma, a saber, el sujeto autónomo pretendiendo emanciparse del
orden objetivo de las cosas y cuyo desenlace trágico e inevitable es el
proyecto descabellado de proponerse crear una civilización que, tras haber
expulsado a Dios de la sociedad, se funde exclusivamente en el libre arbitrio
soberano del hombre, convertido en fuente de toda legitimidad.
Y hoy más que nunca se vuelve
indispensable proclamarlo a los cuatro vientos: el principio de laicidad
constituye su más acabada encarnación y es su figura emblemática: « El día
en que comeréis (del fruto prohibido) vuestros ojos se abrirán y seréis como
dioses que conocen el bien y el mal » (Gn. 3, 5), sugirió la Serpiente a
Eva, quien, dando muestras de una gran apertura mental y de una sincera
adhesión al pluralismo religioso, se adentró con madurez y confianza en un
diálogo mutuamente enriquecedor con su respetable interlocutor… El desenlace es
bien conocido y ciertamente fatal para la humanidad: Adán y Eva terminaron
comiendo, se encontraron desnudos, fueron castigados por Dios y expulsados del
Paraíso.
Las viejas naciones europeas que
conformaban la Cristiandad comieron también del fruto, llamado esta vez
Derechos Humanos, Democracia y Laicidad. Y ahora se encuentran desnudas. En
cuanto al castigo, ineluctable, terminará llegando, tarde o temprano: « Vi
surgir del mar una bestia que tenía diez cuernos y siete cabezas, y sobre sus
cuernos diez diademas, y sobre sus cabezas nombres de blasfemia (…) Le fue dado
hacer la guerra a los santos y vencerlos. Y le fue concedida autoridad sobre
toda tribu, pueblo, lengua y nación » (Ap. 13, 1, 7).
Pero el Anticristo, « el
hombre impío, el hijo de perdición » (2 Tes. 2, 3) no llegará solo: será
precedido por un falso profeta, parodia diabólica del papel precursor que
otrora ejerciera San Juan Bautista disponiendo los corazones para la llegada
inminente del Mesías: « Vi otra bestia que subía de la tierra y tenía dos
cuernos semejantes a los de un cordero, pero hablaba como un dragón » (Ap.
13,11). Las dos bestias, la del mar y la de la tierra, el Anticristo y el Falso
Profeta, son indisociables, al igual que lo son el poder temporal y el poder
espiritual en la sociedad.
En régimen de Cristiandad, los
dos poderes cooperaban a efectos de hacer respetar la ley divina en la
sociedad. Pero, en el caso que nos ocupa, han cambiado de signo y se hallan
dedicados al servicio de Satán, con la segunda bestia -el poder religioso
prevaricador-, abriendo el camino a la primera e induciendo a los hombres a que
se le sometan: « E hizo que la tierra y todos sus habitantes adorasen
a la primera bestia » (Ap. 13, 12). La primera bestia representa el poder
temporal apóstata, el del régimen democrático laico y secularizado, enemigo de
Dios, poder mundano que un día será ostentado por una persona concreta, el
Anticristo. La segunda bestia, por su parte, representa el poder religioso
corrompido, a la cabeza del cual se hallará también un día una persona
concreta, el falso profeta o Anticristo religioso.
¿Qué tan lejos se encontrará la
época que verá desplegarse ante su mirada atónita el cumplimiento de estas
profecías ? No es fácil tener certezas de orden práctico en este terreno
ni por tanto dar una respuesta categórica. En cambio, no resulta aventurado
sostener que cuando el nuevo Papa alaba apasionadamente la laicidad del Estado,
siguiendo en esto el ejemplo de sus predecesores recientes en el pontificado y
conformándose a las novedades del magisterio conciliar en la materia, la
necesidad de escrutar las profecías que acabamos de exponer cobra una urgencia
manifiesta.
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https://www.amazon.com/Kindle-Store-Miles-Christi/s?rh=n%3A133140011%2Cp_27%3AMiles+Christi
[1] https://arquisantafe.org.ar/reconocer-a-la-iglesia-dentro-de-la-pluralidad-sin-privilegios-reflexiones-en-torno-a-la-reforma-constitucional/
[2] https://www.vatican.va/archive/hist_councils/ii_vatican_council/documents/vat-ii_decl_19651207_dignitatis-humanae_sp.html
[3] https://www.vatican.va/content/leo-xiii/es/encyclicals/documents/hf_l-xiii_enc_01111885_immortale-dei.html#_ednref1
[4] https://www.vatican.va/content/leo-xiii/es/encyclicals/documents/hf_l-xiii_enc_20061888_libertas.html
[5] https://www.vatican.va/content/pius-xi/es/encyclicals/documents/hf_p-xi_enc_11121925_quas-primas.html#_ednref33
[6] Descargar aquí
gratuitamente el archivo PDF de 52 páginas:
https://gloria.tv/post/71b7ppgmGGvm3kTJHjWGmCVYF - Ver también:
1. “El falso profeta del Vaticano”: https://gloria.tv/post/Ndcp7fLSFSaC39yMJzduDLyVt - 2. “Apostasía Vaticana”:
https://gloria.tv/post/7ynAG7ZfxBvK1MBD4MqN3aMxn - 3. “Diez años con Francisco”:
https://gloria.tv/post/UEqqVjZCCVLQ6g89ps67irXSM - Artículo
publicado aquí:
[7] Post
Scriptum del 30/12/2024: Acabo de leer una nota del diario La Prensa en donde se hace una pertinente crítica del
documento. Lamentablemente, los autores se sirven de declaraciones del concilio
y de papas conciliares en apoyo a su escrito. Ahora bien, mientras los
católicos “conservadores” no logren comprender dónde está la raíz de la
situación actual, y continúen erigiendo pedestales a las premisas y cadalsos a
las consecuencias, la chance de salir del atolladero modernista y liberal en
que se halla la Iglesia,
humanamente hablando, es nula. - https://www.laprensa.com.ar/Lamentable-claudicacion-episcopal-554425.note.aspx
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