LA
OCTAVA PALABRA
«Todo
lo hace bien. Hasta puede hacer que los sordos oigan y que los mudos hablen!».
Marcos
7, 31-37.
No
la escuchó la turba arrebañada,
ni
menos los verdugos inclementes,
no
tampoco los gritos de las gentes
en
la fiesta macabra, ensangrentada.
No
se hizo audible para el fariseo,
ni
para Judas que al contar su plata,
sordo
de culpa se buscó una reata
y
halló el lugar de su horca, como un reo.
Retumbante
de hiel, la Sinagoga,
indescifraba
el sacro abecedario
que
aquel excepcional patibulario
desgranaba
en la cruz mientras se ahoga.
¿La
notaron de lejos los rabinos,
Poncio
Pilatos y Caifás el torvo,
o
esa tipografía era un estorbo
para
sus corazones asesinos?
No
prestaron oídos los quebrantos
lejanos
de sus fieles pescadores,
en
la hora final, los estertores
cubrieron
los sonidos como mantos.
Cuentan
que Dimas sí, la oyó potente
cual
una despedida o un legado,
brotada
desde el agua del costado
mas
proferida con su voz doliente.
Letra
por letra le llegó a María.
La
septiforme espada de su duelo
acaso
se alivió como un consuelo
en
una inmensa, cósmica agonía.
Magdalena
entre llantos presta oídos
y
percibió un fraseo algo lejano,
era
Jesús, su Dios y su hortelano,
eran
sus labios secos, doloridos.
Refieren
unos de un papiro griego,
(hallado
adentro de una gris tinaja)
de
una mujer que oyó, ya cabizbaja:
La
Vera Icón, la del clemente pliego.
Conjeturo
que entonces, Juan, el hijo,
discipular
retrato del amado,
cuando
ya todo estaba consumado
desentrañó
el particular sufijo.
El
Señor con sus ojos todo abarca,
con
sus miembros clavados todo estrecha,
así
lanzó su postrimera endecha:
¡Pedro,
sé fiel al conducir mi Barca!
Antonio
Caponnetto
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