La
resurrección de Cristo
El
joven les dijo: “¡No se asusten! Ustedes buscan a Jesús, el Nazareno, el crucificado. Ya
resucitó: no está aquí. Miren el lugar donde lo pusieron. Ahora vayan y
digan a sus discípulos y a Pedro, que El irá delante de ustedes a Galilea. Ahí
lo verán, como se lo había dicho”. (Mc 16, 6‑7).
Desapareció
la amarga raíz de la cruz, floreció la flor de la vida con sus frutos. El que
yacía en la muerte, resucitó en la gloria. Resucitó de mańana, el que había
sido sepultado por la tarde, para que se cumpliera la palabra del salmo: “Por
la tarde durará
el llanto, pero por la mańana
brillará la alegría”. (Salm 29, 6) (Glosa).
Jesús
fue sepultado el sexto día, antes del sábado, que se llama parasceve, hacia el
ocaso. La noche siguiente y el sábado con la noche siguiente quedó colocado en
el sepulcro; el tercer día, la mańana del primer día después del sábado,
resucitó. Entonces permaneció en el sepulcro un día y dos noches: así ańadió la
luz de su única muerte a las tinieblas de nuestra doble muerte. Éramos esclavos
de la muerte del alma y del cuerpo. El sufrió por nosotros una única muerte, la
de la carne; y así nos libró de nuestra doble muerte. Unió su única muerte a
nuestra doble muerte; y así, muriendo, destruyó a las dos.
Se
lee en el evangelio que el Seńor, después de su resurrección, se apareció a sus
discípulos diez veces, de las que las primeras cinco se realizaron el mismo día
de la resurrección. La primera vez se apareció a María Magdalena; la segunda, a
las mujeres que volvían del sepulcro; la tercera, a Pedro, según la afirmación
de Lucas.‑ “El Seńor resucitó y se apareció a Simón” (Lc 24, 34); la cuarta, a los
dos discípulos que iban a Emaús; la quinta, a los diez apóstoles
reunidos en el cenáculo, a puertas cerradas, en ausencia de Tomás. La sexta vez
se apareció a los discípulos, ocho días después, con la presencia también de
Tomás; la séptima vez, cuando se manifestó a los siete discípulos que estaban
pescando; la octava, en el monte Tabor, donde el Seńor había establecido que
todos se juntaran; y así antes de su ascensión se apareció ocho veces. En el
mismo día de la ascensión se apareció dos veces: una vez, mientras los once
discípulos estaban comiendo en el cenáculo. Por eso dice Lucas: “Mientras comían les mandó que no se alejaran de Jerusalén”; y otra vez se mostró después de la comida.
Los
once apóstoles y otros discípulos, la Virgen María con otras mujeres se
dirigieron al monte de los olivos, donde se les apareció el Seńor; y “mientras ellos estaban
mirando, el Seńor
se elevó, y una nube lo escondió a sus ojos” (Hech 1, 9). Vamos a
ver el significado moral de estas diez apariciones.
1.
Se apareció
a María Magdalena. Antes que a los demás, la gracia del Seńor se aparece
al alma penitente. Se dice en el Éxodo: “Apareció en el desierto el maná, una cosa menuda y como pisada en el mortero,
semejante a la escarcha sobre la tierra” (16, 14). En la soledad, o sea, en el
penitente, aparece el maná de la gracia divina, desmenuzada en la contrición,
triturada en el mortero de la confesión, semejante a la escarcha en la
satisfacción.
2.
Se apareció a las mujeres que volvían del sepulcro. El Seńor se aparece a los
que regresan del sepulcro, o sea, salen de su miserable muerte espiritual, y
consideran el deplorable ingreso de su nacimiento. Se lee en el Génesis: “El Seńor se apareció a Abraham en el valle de Mambré, mientras estaba sentado a la
puerta de su tienda, en el pleno calor del día.”
(18, 1).
Abraham
es el justo; el valle, la doble humildad; Mambré se interpreta “esplendor”; la tienda es el
cuerpo; la puerta, el ingreso y la partida de la vida; el calor del día, la compunción del alma. El Seńor se aparece al justo, que se
conserva en la doble humildad del corazón y del cuerpo; esa humildad lo lleva
al esplendor de la gloria celestial. Ese justo que está sentado al ingreso de
su tienda, medita sobre el nacimiento de su cuerpo y sobre la muerte; y debe
considerar todo esto con fervorosa compunción.
3.
Se apareció a Pedro. Escribe Jeremías: “El Seńor se me apareció (y me dijo): ‘Yo te amé con un amor eterno; por esto te atraje a mí con misericordia; y de nuevo te
edificaré’.” (31, 3‑4).
Dice Pedro: “El
Seńor, resucitado de los muertos, se
me apareció
a mí, a mí penitente, a mi llorando amargas lágrimas!”. Y el Seńor le responde: “Te amé con amor eterno”. Y después, “el Seńor se volvió y miró a Pedro” (Lc 22, 61). El Seńor lo miró, porque lo amaba: “y por eso, con el vínculo del amor, te atraje a mí con misericordia”. Dice Agustín: “No quiere ocasionar venganza a los
pecadores aquel que anhela conceder el perdón a los que se arrepienten”. “Yo te edificaré de nuevo”, elevándote al culmen del apostolado. “Vayan
y digan a sus discípulos
y a Pedro”.
Gregorio comenta: “Pedro
es llamado por nombre, para que no desespere por la triple negación. Si el ángel no lo hubiese seńalado por nombre, el que había Regado a renegar del Maestro,
seguramente no se habría
atrevido a juntarse con los discípulos”.
4.
Se apareció a los dos discípulos camino de Emaús. Emaús se interpreta “deseo de consejo”, de ese consejo dado
por el Seńor:
“Si quieres ser
perfecto, anda, vende todo lo que tienes y dáselo a los pobres” (Mt 19, 21). Los dos discípulos representan los dos
mandamientos de la caridad: amor a Dios y amor al prójimo. A aquel que tiene la
caridad y desea ser pobre como Jesucristo, el Seńor se le aparece. Se lee en el
Génesis que “Isaac
subió a Berseba, en la que se le apareció el Seńor” (26, 23‑24).
Berseba se interpreta “pozo
que sacia”
y simboliza la caridad y la humildad que sacian el alma. El que tiene estas dos
virtudes, “jamás tendrá sed” (Jn 4, 13).
5.
Se apareció a los diez discípulos, reunidos (en el cenáculo), a puertas
cerradas. Cuando los discípulos, o sea, los sentimientos de la razón, se reúnen
juntos y para una finalidad, y las puertas de los cinco sentidos se cierran a
las vanidades, entonces por cierto se aparece a la mente la gracia del Espíritu
Santo. Se lee en Lucas: “A
Zacarías, entrado en el templo del Seńor,
se le apareció el ángel del Seńor, erguido, a la derecha del altar del incienso” (1, 9‑11).
Cuando Zacarías,
que se interpreta “memoria
del Seńor” ‑o
sea, el justo que puso al Seńor
en el tesoro de su memoria‑, entra en el templo
del Seńor, o sea, en su conciencia, en la
que habita el Seńor, entonces el ángel del Seńor, o sea, la gracia del Espíritu
Santo, se le aparece y lo ilumina, estando a la derecha del altar del incienso.
Altar del incienso es la compunción de la mente, y la derecha es la recta
intención. La gracia del Seńor, pues, está a la derecha del altar del incienso,
porque aprueba aquella compunción y alaba y agradece aquel incienso, que el
justo emite con la recta intención de la mente.
6.
Ocho días después de la resurrección, se apareció a los discípulos, cuando
Tomás estaba con ellos, arrancando toda duda de su corazón. Cuando estemos en
el “día octavo” de la resurrección final, el Seńor eliminará de nosotros toda arruga de duda y
toda mancha de mortalidad y de enfermedad. Dice Isaías: “La luz de la luna será como la luz del sol y la luz del
sol será siete veces más grande, como la luz de siete días, en el día en que el Seńor vendará la herida de su pueblo y curará su llaga” (30, 26).
Presta
atención a estas dos palabras: herida y llaga: la herida para el alma, y la
llaga para el cuerpo. En la herida está representado el pensamiento impuro del
alma; y en la llaga, la muerte del cuerpo. En el día de la resurrección final,
cuando el sol y la luna ‑como dice Isidoro en el
Libro de las creaturas‑ recibirán la recompensa de su fatiga,
porque el sol fulgurará
y arderá inmóvil siete veces más que ahora, de tal modo que atormentará a los que están en el infierno; y la luna,
detenida en el occidente, tendrá
el esplendor, que tiene hoy el sol. Entonces de veras, muy de veras, el Seńor
curará la herida de nuestra alma, porque, como dice el Profeta, “ninguna bestia, o sea,
ningún mal pensamiento, pasará por Jerusalén” (ls 35, 9). Más aún, como dice Juan en el Apocalipsis, “la ciudad”, o sea, nuestra alma, “será como oro purísimo seme ante a terso cristal” (21, 18). żHay algo más brillante que el oro? ¿Hay algo más terso que el cristal? Y yo les
pregunto: en la resurrección
final, żhabrá algo más brillante y luminoso que el alma del hombre
glorificado? Entonces el Seńor sanará la lividez de nuestra llaga, que nos
afectó a causa de la desobediencia de nuestros primeros padres; y este cuerpo
mortal será revestido de la inmortalidad y este cuerpo corruptible será
revestido de incorruptibilidad.
En
aquella resurrección general, el jardín del Seńor, o sea, nuestro cuerpo
glorificado, será regado por cuatro ríos: el Pisón, el Gihón, el Tigris y el
Éufrates; o sea, nuestro cuerpo estará dotado de cuatro prerrogativas: la
luminosidad, la sutileza, la agilidad y la inmortalidad. Pisón se interpreta “cambio de semblante”;
Gihón, “pecho”; Tigris, “flecha” y Éufrates, “fértil”.
En
el Pisón está indicado el esplendor de la resurrección: de nuestra gran fealdad
y oscuridad seremos transformados como en un sol. Dice Mateo: “Los justos resplandecerán como el sol” (13, 43). En Gihón está indicada la sutileza. Como el pecho del hombre no
se despedaza, ni es herido, ni se abre, ni sufre algún percance, cuando salen del corazón los pensamientos (Mt 15, 1 g),
as! nuestro cuerpo glorificado gozará de tanta sutileza, que ninguna cosa le
será impenetrable; y, sin embargo, será inviolable, indivisible, compacto y
sólido, como fue del cuerpo glorificado de Cristo, que, a puertas cerradas,
entró (en el cenáculo), donde estaban los apóstoles. (Jn 20, 26).
En
el Tigris está indicada la agilidad, que está bien simbolizada en la velocidad
de la flecha. En el Éufrates está indicada la inmortalidad, en la que “nos embriagaremos con
la abundancia de la casa de Dios” (Salm 35, 9). Plantados en ella, como
el árbol de la vida en el medio del paraíso, daremos frutos de eterna saciedad
y tanto nos hartaremos que jamás sentiremos hambre.
7.
Se apareció entonces a los siete discípulos que estaban pescando. La pesca es
figura de la predicación; y a los que se dedican, ciertamente se les aparecerá
el Seńor. Se lee en el libro de los Números: La gloria del Seńor se apareció a Moisés y a Aarón; y el Seńor habló a Moisés, diciendo: “Toma la vara y reúne al pueblo, tú y Aarón tu hermano; y hablen a la peńa a
la vista de ellos; y la peńa manará agua. Y después de haber sacado el agua de
la peńa, beberán toda la multitud y su ganado” (Num 20, 6‑8).
En
este pasaje Moisés es figura del predicador. Aarón se interpreta “monte fuerte”, en el que son indicadas
dos cosas: la santidad de vida y la constancia de la fortaleza. Sin tal
hermano, Moisés jamás debe proceder. El Seńor le dice: “Toma la vara de la
predicación,
y reúne al pueblo, tú y Aarón tu hermano”, sin el cual jamás el pueblo sería reunido con provecho, porque “cuando se desprecia la
conducta de un predicador, se desprecia también su predicación”
(Gregorio). Y hablen a la peńa,
o sea, al corazón
endurecido del pecador; y aquella peńa manará aguas de compunción. Con razón se dijo: “Hablen” y no “Habla”, porque si el predicador sólo habla (con la boca), pero su
vida es muda, jamás
podrá hacer brotar el agua de la peńa.
El
Seńor maldijo a la higuera, en la que no halló frutos, sino sólo hojas (Mt 2 1,
19) ‑de
hojas se revistieron nuestros padres desterrados del paraíso terrenal (Gen 3,
7)‑.
Hablen, pues, Moisés
y Aarón, y brotará agua, y beberán la multitud del pueblo y todo el
ganado; o sea, tanto los clérigos
como los laicos, tanto los hombres espirituales como los carnales se saciarán con el agua de la compunción.
Esta es aquella multitud, de la que habla Juan: “Echaron las redes, y ya no las podían sacar por la giran cantidad de
peces” (21, 6).
8.
Se apareció a los once discípulos en el monte de la Galilea (Mt 28, 16‑17).
Galilea se interpreta “trasmigración”, y simboliza la penitencia, en la cual
se realiza una trasmigración,
cuando el hombre de la orilla del pecado mortal, por medio del puente de la
confesión, pasa a la orilla de la
satisfacción.
En el monte, pues, de la Galilea, o sea, en la perfecta penitencia, se aparece
el Seńor a los once discípulos, o sea, a los penitentes, que con razón son
once, porque “once
fueron las cortinas de pelo de cabra, para cubrir el techo de la tienda” (Ex 26, 7). En las
cortinas de lana de cabra se distinguen dos momentos: el rigor de la penitencia
y el hedor del pecado, del que los penitentes confiesan haber sido esclavos.
Con esas cortinas se cubre el techo de la tienda, o sea, de la iglesia
militante. Esas cortinas defienden del ardor del sol, llevan la carga de la
jornada y del calor (Mt 20, 12); protegen las otras cortinas tejidas de lino,
de seda, de púrpura y de escarlata teńida dos veces. Estas cortinas simbolizan
a los fieles de la Iglesia, adornados con el lino de la castidad, con la seda
de la contemplación, con la púrpura de la pasión del Seńor y con la escarlata
dos veces teńida con el doble mandamiento de la caridad. Y en fin las once
cortinas protegen a los fieles de la inundación de las lluvias, o sea, de la
maldad de los herejes; del torbellino, o sea, de la sugestión del diablo; y de
la suciedad del polvo, o sea, de la vanidad del mundo. He ahí, pues, como el
Seńor se apareció a los once discípulos.
Jacob
habla así en el Génesis: “Dios
omnipotente se me apareció
en Luz, que es tierra de Canaán”
(48, 3). Luz se interpreta “almendro”, y simboliza la
penitencia, en la que, como en el almendro, se destacan tres cualidades:
corteza amarga, cáscara
sólida y pepita dulce. En la corteza
amarga está
indicada la amargura de la penitencia; en la cáscara sólida, la constancia de la perseverancia; y
en la pepita dulce, la esperanza del perdón.
Se
apareció el Seńor en Luz, que se halla en tierra de Canaán, que se interpreta “cambio”. La verdadera
penitencia consiste en que el hombre cambia de la izquierda a la derecha, y
emigra con los once discípulos al monte de la Galilea, en el cual se aparece el
Seńor.
9.
Se apareció a los once, mientras estaban sentados a la mesa, como relata Marcos
(16, 14), el día mismo de su ascensión, cuando, mientras comía con ellos, como
aclara Lucas, “les
ordenó que no se movieran de Jerusalén” (Hech 1, 4). El Seńor se aparece a los que, en el
cenáculo de su mente, se liberan de las preocupaciones de este mundo, o sea, se
tranquilizan; se alimentan del pan de las lágrimas en el recuerdo de sus
pecados y en la degustación de la dulzura celestial.
Dice
el Génesis: “El
Seńor se apareció a Isaac y le dijo: ‘No bajes a Egipto, sino
descansa en la tierra que yo te indicaré y en la que estarás como peregrino; yo estaré contigo y te bendeciré’
”
(26, 2‑3).
Tres cosas el Seńor
manda al justo: que no baje a Egipto, o sea, hacia el afán de las cosas mundanas, donde se
elaboran ladrillos con el barro de la lujuria, con el agua de la avaricia, con
la paja de la soberbia; que descanse en la tierra de su conciencia; y que en
todos los días de su vida, que son como un continuo combate, se considere como
peregrino. Así el Seńor estará con él y lo bendecirá con la bendición de su
derecha.
16.
10. Y finalmente se les apareció de nuevo, como relata Lucas, cuando “los llevó fuera de la ciudad hacia Betania,
o sea, al monte de los Olivos y, con las manos elevadas, los bendijo; y a la
vista de ellos se elevó hacia el cielo y una nube lo sustrajo a sus miradas” (Lc 24, 50; Hech 1,
g).
El
Seńor se aparece a los que están en el monte de los Olivos, o sea, de la
misericordia. Se lee en el Éxodo: “El Seńor se apareció a Moisés en una llama de fuego en
medio de una zarza; y él vio que la zarza ardía, pero no se consumía” (3, 2). A Moisés, o sea, al hombre misericordioso,
se le aparece el Seńor
en una llama de fuego, o sea, en la compasión de su mente por su pueblo. Pero, żde dónde brota
aquella llama? De en medio de la zarza, o sea, del pobre, del desgraciado, del
atribulado, del hambriento, del desnudo, del afligido. Y el justo, punzado por
las espinas de aquella pobreza, arde de compasión, para luego socorrerlo misericordiosamente.
Y así podrá constatar que la zarza, o sea, el pobre, arderá de mayor devoción y
no se consumirá en su pobreza.
Ea,
pues, hermanos queridísimos! Ustedes están aquí reunidos para celebrar la
Pascua de la Resurrección; y por eso les suplico que, con el dinero de la buena
voluntad, junto con las piadosas mujeres, compren los aromas de las virtudes.
Con esos aromas ustedes pueden ungir los miembros de Cristo con la amabilidad
de la palabra y el perfume del buen ejemplo. También les suplico que, pensando
en su muerte, vengan y entren en el sepulcro de la contemplación celestial, en
la que contemplarán al ángel del Eterno Consejo, el Hijo de Dios, sentado a la
derecha del Padre.
En
la resurrección final, cuando venga a juzgar al mundo a través del fuego, se
les aparecerá en su gloria, no diría diez veces, sino para siempre. Eternamente
y por los siglos de los siglos, ustedes lo contemplarán como es, con El gozarán
y con El reinarán.
Se
digne concedernos esta gracia aquel Jesús, que resucitó de los muertos. A El
sean el honor y la gloria, el imperio y el poder, en el cielo y en la tierra,
por los siglos eternos.
Y
todo fiel, en este día de júbilo pascual, diga: “Amén! Aleluya!”.
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